La saga familiar de los Baroja, de un modo u otro, tuvieron que ver con nuestra provincia y sus gentes; el hechizo de Cuenca les atrajo e incluso les hizo rendirse, a su modo y manera, de forma apasionada o 'cachazuda' por nuestra tierra. Julio Caro Baroja, escritor y antropólogo, el 'sobrinísimo', fue un gran investigador, sobre una figura tan capital para la cultura e idiosincrasia conquense como el licenciado Torralba. Su docta pluma se abatió sobre nuestros ilustres paisanos, sobre la inquisición en Cuenca, nuestras tradiciones y folclore conquense.
Florencio Martínez Ruiz destacó, sobre todo, lo deslumbrante de su obra Vidas mágicas e inquisición, con lo que hasta ahora es un ensayo todavía insuperado… La pluma, el tesón y la curiosidad de Caro Baroja también se ocuparon, a través de críticos textos, de la Beata del Villar o de las fiestas más costumbristas de Almonacid del Marquesado.
El gran escritor y novelista Pío Baroja visitó Cuenca, Salvacañete, Moya, Cañete, Palomera, Villalba de la Sierra y Uña en varias ocasiones. En 1922 vino a Cuenca acompañado del ilustre filósofo Ortega y Gasset y del pedagogo Domingo Barnés y su estancia de varias semanas dejó varios textos y artículos en los que volcó su experiencias y vivencias turísticas y humanas por nuestra tierra. Publicó un hermoso texto en la Guía de la Ciudad, editada hace ahora cien años, sobre la leyenda de 'El Degollado' y varios artículos periodísticos en la prensa de la época como La Casa de la Sirena…
'La Canóniga'. Martínez Ruiz –verdadero conocedor y divulgador de la obra de los Baroja y su vínculo conquense– dejó escrito que Pío Baroja desahució para siempre la Cuenca levítica de sus demonios familiares y cívicos con la novela La Canóniga integrada en el volumen Los recursos de la astucia. Decía Baroja de Cuenca en su novela: «El caserío antiguo de Cuenca, desde la cuesta de la Vélez, es una pirámide de casas viejas, apiñadas. Dominándolo todo se alza la torre municipal de la Mangana. Este caserío antiguo, de romántica silueta, erguido sobre una colina, parece el Belén de un nacimiento. Es un nido de águilas hecho sobre una roca».
También Don Pío narró como nadie los últimos resplandores de la causa carlista siguiendo al protagonista de La nave de los locos hasta las tierras altas de Cañete. «A pesar de su guarnición, la mayoría de la gente de Salvacañete era carlista; los movilizados liberales de las aldeas inmediatas, reunidos en el pueblo, hacían que las fuerzas cristinas tuvieran allí un núcleo considerable. El boticario, miliciano y geólogo, era de los jefes de los movilizados. Las patrullas liberales iban cogiendo por los campos a los carlistas y curas escapados, y operaban en combinación con la partida móvil del marquesado de Moya. Entre ellas prendieron al cabecilla Potaje, uno de los últimos que campeaban por allí, y le metieron en la cárcel. El viajero al divisarlo recuerda las estampas que reproducen arbitraria y fantásticamente los castillos de Grecia y de Siria, los monasterios de las islas del Mediterráneo y los del monte Athos».
Otro de los tíos de Baroja, Ricardo Baroja, aguafortista, pintor y escritor, también dejó su marca literaria tras pasar por Cuenca y su Serranía. En sus intensas e interesantes memorias, que editó en forma de libro, Gentes del 98, relata sus viajes y su paso por la serrana Salvacañete, para recalar en Teruel y así tomar posesión de una plaza de archivero.
«¡Viaje extravagante! Fui a Cuenca en ferrocarril. En Cuenca tomé la diligencia de Cañete. Subieron al coche mujerucas con impedimenta de cestos colmados de piezas de percal, gallinas, abadejo y huevos; y un albañil valenciano, sería como peregrino de la Meca, y un muchachote alto, guapetón, de unos treinta años, con aire de taco.
En cuanto el coche tomó carretera adelante, las mujeres comenzaron a charlar por los codos. Querían saber, a todo trance, quienes éramos y adónde íbamos. A fuerza de preguntar, consiguieron enterarse de que yo iba a Teruel y que venía de Madrid. El jaque bien plantado era maderero, cortaba pinos en los Montes Universales y los echaba por los arroyos hasta el Tajo y el Júcar. El moruno albañil iba a construir una casa en Cañete. El maderero me dijo que iba a Salvacañete para reforzar un puente que sus almadías de troncos estropearon en la última primavera…
El maderero, en la primera parada de la diligencia, se apeó en la venta con el cochero. Al poco rato salía éste enjugándose los labios con el dorso de la mano y subía al pescante. El cortador de pinos tardaba y comenzábamos los viajeros a impacientarnos. Por fin, apareció; se despidió de una muchacha apretándole la mano… En todas las paradas ocurría algo por el estilo; el cochero echaba un trago y el maderero se despedía con ternura de una moza o de la mesonera. Las viajeras fueron bajando y quedamos el silencioso valenciano, el maderero y yo…».