Rosario

José Miguel Carretero
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Rosario

Para la historia sencilla y humilde de esta pequeña gran ciudad nuestra, ella es, ha sido y será, Rosario Portero García, esposa de Lorenzo Carretero Almagro, antes su novia, luego su viuda; siempre su mujer.

Es que van a la par: matrimonio, que remite en latín a mater, poniendo la esencia en la mujer. Y aquí, ellos dos, pareja impar, queridísimos, entre sí y por quienes hemos tenido la suerte y gracia de serles cercanos en sus vidas vividas con verdad, honradez, limpieza de miras y obras; sobre todo con amor.

Esa es la explicación, definitiva y segura: el amor. Retomo lo que escrito tengo, hace  dos años, para Lorenzo: «Listísimo, pues, hasta casarse con esa mujer extraordinaria de ojos claros y serenos, como en el madrigal del poeta bético, y fuerte cual la del Libro de los Proverbios, que 'vale mucho más que las perlas'».

RosarioRosarioAsí retraté a su Rosario. Él nos había dejado, santamente, el último día de enero de 2022 y, entre muchas merecidas ofrendas, con pena y cariño, le hice la mía de obra en palabras: titulé el texto Capataz Lorenzo, publicado en medios digitales (sigue en la red, Voces de Cuenca) e impresos. Se lo llevé, en papel (el especial de La Tribuna de Cuenca) a Rosario, el Martes Santo inmediato. Luego, el Viernes, tuve el honor de volverle 'La Agonía': ella estaba con su hijo Juan José y con su sobrino Francisco Javier Portero Ferrer, en la acera, al pie de su última casa familiar, Calderón de la Barca llegando a la Plaza de la Constitución, vulgo del Nazareno. Me salí del banzo para abrazarla, capuz bajado empapando las húmedas mejillas de ambos: «¡Ay, José Miguel, hijo mío, gracias!». Éramos nosotros los agradecidos. 

Echo la vista mucho más atrás, hasta donde me alcanza la memoria. Siempre fuimos muy amigos 'los Carreteros', seguramente con ancestros comunes; por encima de todo, hermanos, nazarenos. Y a ese vínculo divino y humano, precioso y perpetuo, se iban añadiendo las consortes con suerte: así, Carmen (mi madre) con Miguel y Rosario con Lorenzo. Los respectivos maridos las arrimaron todavía más a la Semana Santa, a sus Hermandades del alma.

Y en el caso de Lorenzo, sin desmerecer para nada al resto, la principalísima, desde la cuna, fue el Jesús del Puente, el de San Antón y del Jueves, el de Capuz entre capuces. Era la herencia vital y en espíritu, de su padre Luis José y de su madre Felisa a los cuatro hijos: Juan José, Agustín, Luis y, el más pequeño y, al fin, enorme, Lorenzo. 

Por eso, con naturalidad y sin reservas, Rosario puso todo su muy buen saber hacer, ser y estar, al servicio del Jesús, formando un tándem óptimo con quien, ya para la historia, es referente clave en la popular Corporación Nazarena del bien llamado y bienamado Señor de Cuenca. Porque Lorenzo, carismático, vehemente, arrollador, líder natural de dos generaciones enteras, no es explicable en plenitud sin la exquisita sutileza, suave y sedosa, perspicaz y discreta, de Rosario. 

No me extraña que se quedara prendado y prendido de ella. Era la cuarta de seis hermanos, dos chicos y cuatro chicas, nacidos en Villanueva de los Escuderos, a tres leguas de la capital, y bautizados en La Asunción, allí donde Jamete dejó su magistral impronta por mor de casamiento con una moza del lugar. Los Portero eran herreros y la suya la tercera generación, tras del abuelo Lucas y del padre Victoriano. Saltaron a Cuenca, ejerciendo los varones, Aurelio y Constancio, y ayudando las féminas, entre ellas Rosarito, como siempre la llamaron. Su cuñada Mercedes me la define con su certero juicio: «trabajaba como una leona», cuidando y al cuido de sus hermanos, en el taller de Antonio Maura donde se herraba sin errar, y en casa, cosiendo con donosura y prestancia, hasta ser verdadera sastra, como lo fuese la otra grande e inolvidable, la centenaria Carmen de Los Tiradores. 

Apareció Lorenzo. Para siempre. A su lado y de su lado, del bracete paseando la Cuenca bendita de nuestros padres. Formando un hogar sencillo, un lar sagrado, extraordinariamente normal y maravillosamente glorioso; una familia fructificada en sus hijos María Pilar y Juan José.

Y en Semana Santa, máxime en ese Jesús ante cuyo altar se casaron, siendo Lorenzo factótum y supremo titular de jefaturas todas, Rosario, sin petulancia alguna y en gratuito acto de servicio, asumió la delicada condición de Camarera (acepción tercera, que ya recoge y bien definida, el Diccionario de la RAE) y por partida doble: del gran Nazareno sin Cirineo y del excepcional Cristo de Paz y Caridad, o de las Misericordias.

Me atrevo a destacar cómo supo entender y realzar el magno significado del pequeño Cristillo, dedicándole todos sus desvelos y un cariño especialísimo. Lo tuvo siempre, en su humilde hornacina y ara, como los chorros del oro; resplandeciente la albura de sus sabanillas, en su exacta medida los cirios sobre los fulgentes candeleros; sin que le faltase el primor del exorno floral. Y así fue mientras la Imagen del crucial crucificado tuvo el directo amparo del Jesús y también después cuando para muy bien se recuperó la Archicofradía.  Nunca tuvo problemas. Con nadie. Es que con Rosario era imposible, querida y respetada por unanimidad, que no es una nimiedad.

Muchos Jueves Santos ella desfiló con su Cristillo, con su hachón alumbrándolo, de morado y morado en ese caleidoscopio insuperable de la tarde a la noche del gran Día central, el del Amor Fraterno. Y, a su eterna manera, sigue y seguirá.

Cuento ahora una real historia de la Historia Sacra. Hace más de cuarenta años, cerca de medio siglo. Salió una incordiante gotera en la techumbre de San Antón, templo de propiedad  municipal, como le gustaba hacer constar, tronando y trinando, el tremendo Don Amadeo a los ediles acongojados del Consistorio. En este caso, goteaba directamente en el altar del Jesús del Puente.

Lorenzo no se arredró y, como decía mi abuelo, agarró la romana por lo gordo. Con algunos fieles escuderos, decidió y ejecutó: cogió la Imagen y se la llevó a su casa. Por supuesto que de acuerdo con Rosario. Por descontado, contado queda, no existía la que llamamos 'Sede' de la Plaza de los Yesares.

Y así el «Señor yo no soy digno de que entres en mi casa» se acompañó de un «pero aquí estás a salvo»; en su casa, en la Casa de Dios. O sea, en Calle Colón número 5, con balcones a Mateo Miguel Ayllón.

Y llegó de viaje, tarde, Jose, el hijo de Rosario y Lorenzo. Abrió y se sobresaltó al observar una silueta recortada tras de los cristales de la primera puerta del pasillo, con la luz tenue entrándole desde la calle. En un impulso, pasó a la habitación. Y allí se lo encontró: al Jesús. Y cara a cara se lo dijo, con la espontaneidad del momento y situación: «Ah, pero eres Tú». Le añadiría un buenas noches, un gracias por venirte a casa. En seguida se lo explicaron.

Retornamos ahora, cerca del final, al presente. Rosario y Lorenzo siguieron caminando juntos, la vida entera. Me cuesta decir que envejecieron, porque yo nunca los vi de esa manera, ni siquiera cuando a él lo varó el ictus traicionero. Es que no se le borró la faz risueña ni a ella la luz de la mirada. Perduró el milagro, ya con la cruz a cuestas. Pervivió el amor, que todo lo sana, paciente y veraz; que no pasa nunca, como nos lo describe San Pablo en esa epístola que se hizo canción de nuestro Perales, quien le añadió el visual «es un paraguas para dos». 

Y sí, arreció la lluvia, como la de aquel Jueves Santo en que el Capataz Lorenzo les dijo a sus banceros «vamos a llevarlo como si no lloviese» y cuajó por él ese paso despacioso y solemne, medido y perenne, andando sobre las aguas, del Nazareno del Puente. 

La entrega de Rosario, abnegada y firme, cristiana y ejemplar, fue total para con su marido. Lo iluminó cual cera ardiente sin importarle consumirse, sin reservas y con todas las consecuencias; en la salud y en la enfermedad.

Y no los separó la muerte. Eso sí, desde aquel invierno del veintidós, como un Júcar cristalino y aterido, poco a poco se la fue llevando la corriente a Rosario; en pos de su Lorenzo, porque así tenía que ser; cumplida su primordial misión definitiva. 

Viéndolas venir, serenamente, le preocupaba el anhelo de enterrarse juntos. Y tampoco se arredró, dictando órdenes precisas a sus hijos para la hora del tránsito que amagaba inexorable. Sucedió el 23 de octubre de 2023. Fue su Misa, claro que sí, corpore insepulto, ya en vuelo el alma. Algunos privilegiados compartimos luego con la familia más troncal el rito previo a la incineración. Rezamos unidos.

Se cumplió la voluntad de Rosario. Descansan juntos. Son las suyas cenizas enamoradas. Pero no son pasado inerte. Cual en el verso de Quevedo, tienen sentido. Y como en el Pregón de Guerra Campos, «los nazarenos... antepasados no viven sólo en nuestro recuerdo… Viven ellos mismos». Amén.

Qué hermosura de estrellas titilando en el Cielo. Qué clamor de lucientes tulipas en nuestras manos. Así en la tierra.