Miguel Méndez-Cabeza presenta esta tarde en la Real Fundación de Toledo su última novela Aldeas sin perros, en Las Hurdes que fueron. Se trata de una obra que narra el viaje del Rey Alfonso XIII junto al Doctor Marañón hace ahora un siglo a una de las comarcas más pobres de España y probablemente de Europa. Aquel viaje contribuyó a colocar Las Hurdes en la geografía ibérica y a que otros muchos autores se fijaran en la extrema miseria que aquel rincón de Extremadura guardaba como un secreto bajo la pizarra de sus tierras. Tras la expedición, que a quien primero sorprendió fue al propio rey, vinieron artistas como Buñuel que también sucumbieron a aquella mezcla de sordidez, abatimiento y desesperación. Sin embargo, como muy bien el autor señala en su dedicatoria, aquellos lares no son más que el ejemplo de la «dignidad berroqueña» que Las Hurdes yerguen sobre la tierra baldía.
La lectura de Aldeas sin perro es un sindiós, una agonía, un echar las tripas por la boca a cada paso. Quinientas páginas de un verismo que para sí quisieran los italianos cineastas que pretendían retratar la miseria tras la Segunda Guerra Mundial. Los cuscurros, los retales, las ratas ya existían antes de que fueran nombradas medio siglo después por autores de uno y otro lado. Miguel Méndez-Cabeza ha leído todo lo que sobre Las Hurdes se publicó y ha recorrido palmo a palmo con sus pies cada hechura de terreno que sobre aquellos pedregales se levanta. Sabe de lo que habla y por ello ha tenido el cuajo de novelar las peripecias de tres personajes hace un siglo, huyendo del exageracionismo y los negacionistas. Visto con perspectiva, Las Hurdes es un claro éxito de civilización de la España del XXI e incluso de las autonomías y el régimen del setenta y ocho. Pero el pasado escrito está y la pizarra no borrará la indeleble huella que la miseria y el hambre dejaron en sus habitantes.
Es una novela conmovedora, un trabajo antropológico y etnográfico de primera, que solo el conocimiento real y la documentación exhaustiva pueden avalar. Reproduce con una exactitud lacerante el habla de los jurdanos por aquellos valles y sierras. El fin del orbe, el culo del mundo, la apartada senda de las lindes y caminos. En Las Hurdes la falta de pan y alimento daban niños con bocio, cretinismo y disentería. Los ricos eran los mendigos que iban a los pueblos de al lado para que les dieran limosna y así ser banqueros de miseria, Fúcares del abandono, prestamistas de la nada. Comían castañas y aguas purulentas, migas que ni los ratones querían y hacían manjar de ello. Méndez lo cuenta con un lenguaje cervantino, pulcro, galdosiano. Su gran aportación es reproducir milimétricamente el habla de los jurdanos, cerrada, pero inteligible. Es un leonés de oes convertidas en u, lo que demuestra que España es peñasco indisoluble de siglos atrás en que se repobló la Reconquista. Esa exactitud en los diálogos, esa fonética precisa, a uno lo emparenta con el último Galdós de Misericordia.
Pero sin duda, lo realmente grandioso, épico y definitivo de la novela es el ansia de los jurdanos de quedarse en su tierra. Un bofetón brutal, tremendo, único y jamás tan bien escrito del fatal destino del hombre con su infancia y su muerte. Igual que los elefantes, lo mismo que Ítaca y Ulises, nuestro sino es volver, comernos las pizarras que no caben en el estómago, estremecer con las uñas el barro ausente de la nada. Abiertos en canal, muertos en vida, con la dignidad abierta de las tripas devorando las ortigas de las piedras. Eso es Aldeas sin perros. Un puto viaje de vuelta sin billete de ida.