Los franceses, aunque vinieron muchos por aquellos principios del siglo XIX, no eran precisamente viajeros en busca de entornos románticos y destinados a contemplar nuestras bellezas naturales y artísticas. Lo que traían eran fusiles, sables y cañones y, además, saquearon cuantas obras de arte pudieron rapiñar. Ocurrió la primera vez con Napoleón. Luego, acabado el corso y restaurada allí la monarquía, regresaron para ayudar al traicionero Fernando VII, con los 100.000 hijos de San Luis, a aplastar a los liberales y la Constitución de Cádiz.
Hubo que esperar un tiempo para que algunos vinieran ya más en son de paz. Pero Gustave Doré no solo lo hizo, sino que dejó uno de los mejores legados de su viaje para la posteridad. No fue con la pluma en esta ocasión sino con el lápiz, el carboncillo y el pincel. El gran dibujante, pintor e ilustrado, se tiró todo 1862 entre nosotros y yendo de un lado a otro por la geografía española. Se llevó la esencia de nuestra tierra y parte de nuestra alma, pero la extendió por todo el mundo después.
Nacido en Estrasburgo en 1832, era ya un reputado ilustrador de las más importantes obras literarias y los más famosos autores del momento. Había comenzado en ello desde muy joven y a los 15 años ya se ganaba así la vida. Cuando llegó a España había iluminado obras de Dante, Rabelais o Balzac. Al ser elegido por Lord Byron para que lo hiciera con las suyas, se había convertido en el pintor al que todos querían para decorar sus obras. Entonces aquello no solo fue algo común sino un esencial atractivo de cualquier libro y escritor que se preciara. Uno de los que alcanzó también el privilegio fue Edgar Allan Poe para su obra El Cuervo. Luego se lo rifarían los ingleses y los norteamericanos aún más.
Vino a territorio nacional acompañando a un aristócrata, viajero y escritor, el barón Davillier. Ambos, cada uno con su arte, supieron sacarle el mejor de los jugos al viaje. El primero publicaría muy lúcidas crónicas sobre Valencia, Galicia, Andalucía, Murcia, La Mancha, Cuenca, Toledo y Madrid, que fueron todas acompañadas por los grabados del segundo.
Pero Doré aprovechó para algo más, pues fruto de aquella visita fue su galería de maravillosas ilustraciones que acompañaron a la edición francesa de El Ingenioso Hidalgo, don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, donde volcó los escenarios, paisajes y figuras que tenía frescos en su retina y apuntados en su recado de dibujar.
Doré supo captar como muy pocos no solo las tierras sino el propio espíritu de nuestra tierra y de sus gentes. Algo de ese viaje siempre permaneció en él y en su larga y exitosa carrera, tanto como dibujante como de pintor a lo largo de toda su vida donde aflora en más de una ocasión la influencia del barroco español.
De su obra pictórica, sin embargo, nada había quedado en nuestro país hasta que hace tan solo unos años, en 2020, el Museo de Bellas Artes de Bilbao adquirió un gran lienzo de temática española titulado Los vagabundos.
Pero para muchos, me incluyo en ellos, será quien le puso rostro y porte al Caballero de la Triste Figura y a su fiel escudero Sancho Panza.
Una de las ciudades a las que quisieron llegar, a pesar de no estar en las rutas y no ser apenas mencionada por otros viajeros por las dificultades para hacerlo desde Madrid (20 horas en diligencia) fue Cuenca.
Davillier narra con detalle la peripecia y los lugares por donde fueron pasando; su intención de llegar a toda costa al lugar, sin desistir a pesar del cansancio y la satisfacción por comprobar que el esfuerzo valía mucho más que la pena. Incluso se congratula del vino que pudieron catar durante su trayecto y que celebraron así: «El vino tinto de esta tierra es uno de los mejores del centro de España». Además, hace mención a sus pinares, «que Doré tuvo tiempo de dibujar mientras la diligencia trepaba por una cuesta, y que son desde hace mucho celebres en España. De ellos se sacó buena parte de la madera para la construcción del Escorial».
A la localidad, por otra parte, la describe así: «Cuenca es la ciudad de España que más se parece a Toledo. Como la vieja capital de los reyes visigodos, está construida sobre una roca, que se alza cortada a pico. Pero las aguas del Huecar, que la riegan, en lugar de ser turbulentas y amarillas como las del Tajo, son claras y transparentes como el cristal».