Dicen que nuestra ciudad, solo con patear sus calles, sus callejones y sus callejas, 'se vende sola' para el visitante que viene a conocerla gracias a su belleza inconmensurable que, ya de por sí, atesora. Y si lo dicen, qué quieren que yo les diga, será verdad... Y de hecho lo es. Pero toda ella, sin excepción, define singularidad y no solo su Casco Antiguo, ese patrimonial y vetusta que le ha situado en la cúspide del turismo de interior, sino también la parte que sirve de intersección entre la alta y la baja, donde el río Huécar ahora tiene camino, puente y melancolía, en esa Trinidad como refugio de historia y recuerdos del tiempo.
Por esa misma razón, en ese lugar se ha abierto camino –nunca mejor dicho y en el sentido más literal de la expresión– para recrear el espíritu como hicieran los trinitarios, paseando por la ribera de un río Júcar soñador y oteando el cerro de la Majestad. Qué vista más maravillosa, por cierto... Única en su sobresaliente esplendor. Es un rincón del arte, porque allí hay luz, hay color, hay talleres de artistas y hay recuerdos de olleros. Hay, si me permiten, hasta magia.
Las aguas del Huécar se recogen en el vientre de su padre, el Júcar, y los paseantes de esa Cuenca entre lo natural y lo artístico, sonríen bajo la música que desde Palafox se escucha. Me pregunto: ¿Puede haber una sensación más increíble? Extrasensorial... Así es, los rincones de leyenda se acrecientan si bajamos a la calle de los Tintes –una postal indeleble de obligada visita–, si vamos hacia el puente de la Trinidad, si decidimos subir al Hospital de Santiago, si nos 'arrinconamos' en San Francisco, si bordeamos el Júcar por el puente de los Descalzos o si flirteamos por los aledaños de San Roque o San Antón. Qué paseo... qué sensación.
Cuenca, ciudad del tiempo, en invierno o en verano se acurruca en su regazo, y en primavera o en otoño brilla como un lucero que nunca deja de iluminar. Un rincón del arte más entre todo un lienzo de fuerte cromatismo y pinceladas de genio e historia.