1981. Cuando España estuvo a punto de derrumbarse

Carlos Dávila
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1981. Cuando España estuvo a punto de derrumbarse

La sangre inundó aquel año nuestras vidas. ETA destruía todo lo que se le dejaba: vidas y haciendas. Treinta y un asesinatos jalonaron de horror aquel tiempo en el que la banda mató sin piedad al ingeniero Ryan por el mero hecho de trabajar en la construcción de la Central Nuclear de Lemóniz. Le secuestraron al mando del espantoso Eugenio Echeveste, alias 'Antxon', exigieron al Estado la paralización inmediata de aquella obra y como el Gobierno demoró la decisión (más tarde clausuró las instalaciones) los pistoleros ejecutaron a Ryan casi coincidiendo con otro rapto muy rentable: el del industrial Luis Suñer, un heladero al por mayor que pagó por su liberación exactamente 341 millones de pesetas. Fue una acción, ya se ve, muy gratificante para los terroristas, uno de cuyos jefes se pavoneó más tarde en un juicio en la Audiencia Nacional de «haber podido comprar con aquella pasta todo un arsenal para nuestras 'ekintzas'», los actos letales de ETA. Aún en aquel ejercicio España se conmovió con otro secuestro: el del futbolista internacional Enrique Castro 'Quini', un mes encerrado por unos delincuentes habituales que «solo -confesaron ellos- queríamos notoriedad» y ¡vaya si la tuvieron! 

España veía transcurrir los meses que habían comenzado con una noticia política de enorme trascendencia: el 27 de enero, el aún presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, se dirigió a La Zarzuela para despachar con el Rey. Antes de salir de La Moncloa preguntó en la Casa de Su Majestad: «decidle que si me invita a comer». Con el sí por respuesta se celebró un almuerzo ordinario, tan vulgar que el menú consistió en arroz a la cubana, huevos fritos incluidos, carne en salsa y un postre anodino. Estaba presente la Reina Doña Sofía y allí se habló, como luego reveló Suárez al cronista, «de cosas pequeñas intrascendentes». Pero al Rey, que nunca se le escapó nada, observó en su presidente ojeras y cara de no haber dormido aquella noche: «¿Qué te pasa?», le preguntó. «Pues que me voy, Señor». «¿Y eso?», le replicó Don Juan Carlos. «Pues porque ya nadie me soporta».

Era verdad, el Ejército estaba a punto de sublevársele, la Iglesia le declaró anatema por la Ley del Divorcio, los banqueros le consideraron un peligro público para sus finanzas, su partido le traicionaba a diario y la gente se preguntaba: «¿Hasta cuándo va a aguantar este hombre?». En su Gobierno una buena parte, la facción socialdemócrata de Fernández Ordóñez trabajaba ya directamente para el PSOE y la familia le instaba constantemente al abandono: «¿Qué más te pueden hacer?», le espetó ya al final, desesperada, su mujer, Amparo. Así que se marchó pero... a medias porque un mes después, mientras Tejero y sus espadones de la Guardia Civil (muchos de ellos apestaban a Veterano) tomaban el Congreso de los Diputados y apartaban, parecía que también secuestrados, a los principales líderes políticos, Suárez, fumando sin parar los cigarros que le suministraba su heroico (había permanecido de pie durante el tiroteo del hemiciclo) Gutiérrez Mellado, se preguntó: «Y ahora, ¿es el mejor momento de dejarlo?». ¿Le comunicó sus dudas al Rey? Sabino Fernández Campo, el gran jefe de la Casa del Rey, declaró absolutamente en la intimidad: «Parece que sí se lo dijo pero el Rey se hizo el tonto». Los sudores en la Moncloa de Suárez terminaron con él y trajeron a Calvo Sotelo, un presidente a la europea que en España, la verdad, pintaba poco. Tan poco que uno de sus ministros afirmó una vez: «¡Qué gran presidente se ha perdido Dinamarca!».

 A Calvo Sotelo en la vida patria, llena aquellos días de sangre y lágrimas, no le duró mucho la tregua, hasta una tragedia sanitaria se le volvió en contra: la intoxicación del aceite de colza que empezó con la noticia de la muerte de un niño en Torrejón (Madrid) y aún no ha acabado, porque las secuelas son todavía más fuertes que las de la invalidante thalidomida: 600 víctimas y no menos al final de 20.000 afectados. Aquel fue el tiro de gracia para un Calvo Sotelo que no dio crédito el día escuchó a su ministro de Sanidad, Sancho Rof, proclamar que aquel drama letal no tenía enjundia, que se trataba -dijo- «de un pequeño bichito que se cae de la mesa y se muere». ¡Para qué quiso más el PSOE! Convirtió la tragedia en el ariete de su persecución contra la casi extinta UCD, el partido que hizo posible la Transición. El país difícilmente salía adelante con una inflación del 14,4 por ciento y un desempleo que superaba el 15 por ciento de la población activa, el 45,2 por ciento entre los jóvenes. De vez en vez, sin embargo, muy esporádicamente desde luego, a España le llegaba una alegría; por ejemplo, la venida del gran cuadro de Picasso el Guernica, tras laboriosas gestiones del Gobierno y de su ministra (la primera en el país) Soledad Becerril. El tanto se lo quiso apuntar un director ambicioso de Bellas Artes, Javier Tusell, que cursó de esta guisa la invitación para la primera visita al cuadro: «El director general de Bellas Artes acompañado de la ministra de Cultura…».

 Aquí, ya se ve, cada quien se metía en la buchaca de sus intereses lo que mejor le convenía. En el deporte, sin ir más lejos, se produjo una revolución: resulta que un equipo de pequeña ciudad, la Real Sociedad de San Sebastián, ganó la Liga dejando a los poderosos, Real Madrid y Barcelona a tres puntos de la cabeza. Era un equipo de cantera del que se sabía todo menos esto: tres de sus jugadores eran miembros activos de Herri Batasuna, el brazo político de ETA. Eran seguidores del mito de la portería nacional, José Ángel Iribar, El Chopo, durante mucho tiempo promotor de los violentos, muchos de los cuales, los más importantes, habían salido de la cárcel amnistiados por la democracia. Tuvo menos suerte Eleuterio Sánchez, El Lute, un picapedrero del hurto y del robo que se enfrentó permanentemente a los temidos civiles, la Guardia Civil, y que se pasó 18 años en diferentes prisiones del país. En ellas se hizo abogado y terminó haciendo bolos, impartiendo conferencias por todo el país.

Así era el nuestro en aquellos momentos: contradictorio, cutre, cruel, apenado y en un constante ¡ay! como el que se escuchó en la Casa de Juntas de Guernica cuando, con el Rey, de cuerpo presente, los filoterroristas montaron un espectáculo abertzale cantando el Eusko Gudariak para provocar a la concurrencia al festejo. Don Juan Carlos, sin inmutarse, respondió de esta guisa: «Quiero proclamar mi confianza en el pueblo vasco». Y por ahí fuera al mundo le interesaron dos cosas en aquel año: el tiro contra el presidente Reagan que estuvo a un tris, en un sobaco, de enviarle a la tumba, y la boda monumental de los adúlteros Carlos de Inglaterra, hoy Carlos III, con la sonrosada Diana a la que Camilo José Cela en uno de sus acostumbrados dislates dialécticos calificó como una «chiquita con cara de boticaria cachonda». Nuestros Reyes, en protesta porque los príncipes ingleses pernoctaron de luna de miel en Gibraltar, no asistieron al enlace. Las chirigotas de Cádiz hicieron su agosto en febrero con aquella copla satírica que se entonaba así: «Lady Di, lady Di ¿te deshonro aquí o en Gibraltar?». Ya fuera del Peñón, uno y otro se deshonraron a conciencia.