La infancia conquense de Miguel Bosé

Óscar Martínez Pérez
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La infancia conquense de Miguel Bosé - Foto: GIANNI FERRARI

El pasado día 6 de noviembre se emitió en la televisión el primer capítulo sobre la vida del cantante y artista español Miguel Bosé, Bosé renacido,  que tantos lazos tuvo en su infancia con un hermoso rincón de la mancha conquense. Todos conocemos de sobra gran parte de lo que aconteció a lo largo de la historia en Villa Paz, situada en el Luján, y que tanto Florencio Martínez Ruiz como Mariví Cavero, ambos periodistas conquenses, nos han relatado en varios libros y discursos, además de en multitud de artículos. Siguiendo sus informaciones, nos situamos en plena posguerra española, en 1946, que es cuando la finca manchega situada en Saelices tratará de ser recuperada por los descendientes de la gran  Infanta Paz, que había fallecido en tierras germanas, en el palacio de Nymphenburg (Munich).

En el año 1951, el Juzgado de Primera Instancia de Tarancón subastó la finca con sus edificaciones, siendo adquirida, por casi tres millones de pesetas, por el más destacado  torero de la época, Luis Miguel Dominguín, padre de Miguel Bosé. En la compra de la Villa y su finca, Dominguín estuvo asesorado en todo momento por Blanca de Borbón, Condesa de Romanones.

Villa Paz, la finca y casa favorita de la sobrina de Alfonso XIII, cambió radicalmente su fisonomía y su finalidad, convirtiéndose lógicamente en una explotación para el ganado bravo de lidia (creó su propio hierro ganadero) y residencia para celebraciones de todo tipo, taurinas, vacacionales, sociales y familiares, a las que acudieron invitados por la familia Dominguín Bosé toda la flor y nata de la sociedad española y mundial…

Ajeno a todo ello, Miguel Bosé, que había nacido en Panamá en 1956, fue trasladado y acristianado en la capilla de Villa Paz ese mismo año, donde estuvo acompañado, entre otros invitados destacados, por Sofía Loren o Picasso y sus padrinos italianos Luchino Visconti y Margarita Varzi. 

En la serie televisiva, Bosé, junto a sus hermanas, Paola y Lucía, rememoran la guerra parental que vivieron y que les provocó el querer alejarse de sus padres. Sin embargo, Miguel Bosé, en su magnífico libro sobre su vida titulado El hijo del Capitán Trueno, habla de la importancia para todos de 'la Reme', Remedios de la Torre Morales, la que sería ama de llaves de Villa Paz, mujer fundamental –aunque según Dominguín «rara de cojones»– y que cuando llegaron los hijos de la pareja castellano lombarda sería la tata Reme…

Miguel Bosé amó y disfrutó de sus largos veranos en la finca conquense como nadie. Los días estivales que gozaba de sol a sol en Saelices son rememorados con mucha más satisfacción que los que también vivió en Notre Dame de Vie o en Mougins; el aire y ser de Castilla y las gentes conquenses superaban en mucho a los franceses y su carácter distante. Bosé vivía en la finca como si esta fuese el «reino de la imaginación donde todo era posible» y en el que llenaba sus alforjas vitales de aventuras y experiencias, que luego le valían para pasar el duro invierno escolar.

En Villa Paz, Bosé encontró su refugio, su escuela y su mejores momentos vividos en su infancia, en las que no tuvo límites impuestos, y en donde aprendió el idioma de los caballos, los secretos de la naturaleza prístina, las gentes de Cuenca, Paquito al que salvó la vida, Paco el molinero, Trinca el camionero, la Andrea y el Resure, los mellizos Manolo y Jose, la Julia, el Aniceto y el Abuelo, que trabajó en el Luján en tiempos de la infanta ilustrada…

Villa Paz fue un verdadero paraíso para un niño sensible e inteligente que llenó su mente y corazón de la magia que Saelices y sus gentes le proporcionaron.

«Villa Paz era un paraíso, mi paraíso. Jamás un niño pudo haber imaginado tener la suerte de crecer y pasar su infancia en un lugar tan mágico y perfecto. Yo la tuve. No solo era aquella casa, inmensa, con infinitos cuartos y pasillos por los que correr, salones en los que sucedían fiestas en todo esplendor, con hombres apuestos y bellas mujeres, todos ellos de una exquisitez y elegancia de revista, con doblados y camarotes en las buhardillas que conservaban misterios desde hacía siglos. Y no solo. También era el campo y sus cosechas, los cantos en las eras, las fiestas del pueblo, el trasiego de la ganadería. Y la gente que allí trabajaba, sus hijos, mis amigos más especiales, los más queridos del alma, sencillos y a la vez extraordinarios, personajes rudos y ocurrentes, mi familia de verano, la extensión de la otra, la más entrañable… 

En medio de aquellos muros de piedra corría el aire, y tumbados a la sombra sobre las hierbas y el trébol, se estaba de maravilla, El mundo era perfecto y el tiempo era feliz. Las estaciones eran muy marcadas y toda la naturaleza les respondía con sus milagros de temporada. Nadie pensaba en otra cosa más que en las fiestas de la Virgen de Saelices de finales de septiembre y en si llegarían más mozas y mozos de otros pueblos que el año pasado».