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La irrupción de Elon Musk en Twitter es una de esas cosas que ves en el cine y acabas pensando que el guionista ha exagerado y ha acabado en el terreno de la parodia. Un magnate enloquecido insultando a sus trabajadores y a sus clientes, liándose canutos con cheques de millones de dólares, provocando tres ataques de pánico al día. Es poético porque es el final que se merece la red social de los humores excesivos, de la confrontación, de los linchamientos y de la bronca.
No sabemos si Twitter va a colapsar en los próximos días y tampoco sabemos si su desaparición supondrá también la de todos los problemas que nos hemos inventado en Twitter. Todas esas polémicas absurdas que hemos alimentado, todas esas barbaridades que han cuajado en ese nido, todas esas emociones enloquecidas y sacadas de quicio, todas las neurosis convertidas en un dragón que asalta diariamente el diálogo público, generalmente para envilecerlo.
Hay una serie de gente que pasa demasiadas horas al día en Twitter -yo mismo paso más de las que debería- y que quizá no es consciente de que no va a cambiar realmente nada si la red social desaparece. Puede ser duro admitir que todos los esfuerzos realizados para ser alguien ahí dentro no tienen ninguna importancia. Las amistades, alianzas y odios virtuales se perderán como lágrimas en la lluvia y ya habrá otros rincones de Internet en los que reírse o quejarse de ello. El ecosistema de Twitter anidará en otro sitio y pondrá huevos de los que nacerá otra criatura parecida. La vida siempre se acaba abriendo camino.