Cantando La Traviata

Ilia Galán
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El Teatro Real baja el telón de la temporada actual recuperando la inmortal ópera de Giuseppe Verdi que fue cancelada en 2020, en plena pandemia de coronavirus

La soprano Adela Zaharia (Violetta Valéry), el tenor Iván Ayón Rivas (Alfredo) y el coro del Teatro Real. - Foto: Teatro Real

Estaba algo ebrio el magno poeta, Claudio Rodríguez, cuando en aquel congreso de literatura se retiró con unos jovencitos a comer, dejando a un lado profesores y celebridades, para emocionarse, llorando frente a nosotros, estudiantes, al recordar cómo se aprende de los más sencillos, pues en un perdido pueblucho le había enseñado un campesino que no es viviamo, sino libiamo: la letra del más célebre dueto de la Traviata, un cántico que exalta el momento de la fiesta, a beber, pues hoy es universal esa célebre música. Y es que en los estudios que hay de las óperas más representadas del mundo, la primera es esta, seguida por Carmen de Bizet y La Boheme, de Puccini, a la que luego sigue La flauta mágica, de Mozart. Verdi cuenta con siete entre las primeras 25, lo que le hace el autor más representado de todos, el rey de la escena lírica.

No es extraño que se agoten las localidades porque la fama no es vana en este caso, en que relata, como Bizet o Puccini en sus piezas más apreciadas, la vida desafortunada de una dama que también es una perdida, una prostituta de lujo, con un libreto que suaviza el asunto, ya que en la época era un escándalo manifiesto. También lo es ahora, pero no por parte de ellas, sino de nuestros ministros y políticos, lamentables puteros.

 Verdi, que no gustaba de estos extremos en escenas, partió de la experiencia personal con la convivencia con su amante, inconveniencia social que sufrió. El texto de La dama de las Camelias, de Alejandro Dumas hijo, es un ejemplo de novela -también en teatro y luego vertido someramente en esta adaptación del libreto- que supera con mucho la que narró muy parecidamente su precedente inmediato, Prevost. No fue plagio, sino excelente readaptación que la convirtió en modelo para muchos y catapultó a su autor a la mayor celebridad, casi como la de su padre. En París los señoritos y la nobleza se divierten, la protagonista también solo piensa en los placeres, pero cuando uno se enamora de ella, todo viene a ser inconveniencias, pues un asunto es la juerga, otro las cosas serias, ahí viene la tragedia. 

La soprano y el barítono Artur Ruci?ski durante uno de los momentos de la representaciónLa soprano y el barítono Artur Ruci?ski durante uno de los momentos de la representación - Foto: Teatro RealEl tema, basado en un caso real, de la brillante joven que acaba su vida trágicamente por triste enfermedad, amando de verdad, con el único consuelo de la religión, que tanto ayuda a quienes sufren, como ella dice, es el del amor que rompe las convenciones, que está más allá de las normas y que triunfa, pese a la destrucción corporal y social.

Aclamada desde su origen

Estrenada en La Fenice, en 1853, fue un fracaso entre el público veneciano, era demasiado duro su contenido, preludio en forma y fondo de lo que luego sería tan común en el verismo. Al Teatro Real llegó pronto, en 1855 y, desde entonces, su presencia fue creciendo y cada vez se certificó como la más aclamada. En los cercanos tiempos de la pandemia, cuando rebrotó el covid, podemos recordar cómo la temporada anterior había terminado con este brillante y siempre querido título con mascarillas en la cara, obligatorias, mientras el carnaval parisino en la escena luego también estallaba. El contraste entre la vida de juergas, tan intensas en la vida hispánica, y la tragedia de la muerte cercana, enfermedad, incomprensión..., siempre es conmovedor. Por eso es un buen cierre de curso para nuestro Teatro Real, que también incluye otra interesante pieza en versión concierto del mismo Verdi, I lombardi. 

Esta Traviata nos llega en una producción que fue suspendida por la pandemia, un clásico de la escena moderna que ya lleva 20 años rodando y, aunque algo ha envejecido, sigue funcionando. El primer acto es elegante y excelente en los movimientos y gestos, colores y apariciones de las masas de cantantes y de nuestra querida protagonista. La conocida producción de Willy Decker, hace tiempo llamativa, ahora es una más de esas presuntuosas representaciones minimalistas, simbólicas e intelectualistas que aquí en el segundo acto y el tercero ya fatiga por los exiguos recursos, demasiado explotados.

En el segundo reparto hay que destacar a la figura principal, que se traga toda la escena y como un huracán todo en ella lo centra. La soprano rumana, Adela Zaharia, muy alta y de movimientos algo rígidos, pero con empeño expresivo, convenció y venció. Muy aclamada y con un Addio donde se despide de la vida con un refinadísima voz. Violetta tuvo que adaptarse a su amado en la escena, Alfredo, el tenor peruano, Iván Ayón, que al principio se esforzaba en tramar bien su voz con la amada; no brillaba por su figura pero sí por su brillante voz de magnífica tesitura, hermosa en cuidado canto. 

 Un plano general de la representación. Un plano general de la representación. - Foto: Teatro RealEl barítono polaco, Artur Rucinski, hizo un adecuado papel como Germont, algo frío a veces, pero convenciendo. Gemma Coma-Alabert (Annina) y Karina Demurova (Flora) fueron adecuadas, como la voz de los restantes personajes secundarios, en especial el deambulante doctor, a modo de tenebroso fantasma, que muestra la hora cercana de la muerte por la tisis, Giacomo Prestia, de graves tremendos y aquí perfectos. La dirección musical del húngaro Nánási fue poderosa, especialmente recalcando lo dramático. El coro, estupendo.

Escena de la cantante rumana Adela Zaharia.
Escena de la cantante rumana Adela Zaharia. - Foto: Teatro Real
Terminar así el curso es siempre lograr un buen final, con buenos intérpretes como Adela Zahria, Nadine Sierra o Xabier Anduaga, buena música y espectacular espectáculo.