El pasado fin de semana vivimos la dureza y la crueldad del toreo, pero también la verdad del mismo. En la tauromaquia se muere de verdad, la sangre no es colorante como en otras artes y por eso nuestra fiesta es auténtica. El torero Rafaelillo sufrió en Pamplona una durísima y aparatosa cogida, dejando un parte médico con ocho costillas fracturadas, además de un neumotórax. Fue impresionante ver la imagen del torero murciano, sentado en el estribo, llorando y sin apenas poder respirar, ni siquiera para poder pasear su premio. Pero cómo es la fuerza de un torero, la bravura de crecerse en el castigo como el propio toro, porque con ese parte facultativo parece un milagro que pudiera continuar con su lidia hasta dar muerte. Gracias a Dios, ya ha salido de la UCI.
Otro punto que nos sobrecogió el alma tuvo lugar en Valdetorres del Jarama, donde se celebraba la final del circuito de novilladas de Madrid. Sergio Rollón, un jovencísimo novillero que hace apenas unos meses debutó con los del castoreño, sufrió una terrible cornada entrando a matar, que le destrozó la femoral. Las imágenes tiñendo de sangre el terno del diestro en segundos hizo temer lo peor. Una actuación crucial en la enfermería por parte del doctor Juan Asanza y el posterior traslado en helicóptero al hospital de La Paz, le han salvado la vida, y ya se recupera en planta.
Hoy más que nunca debemos de agradecer las manos milagrosas del toreo, las de los galenos que nos hacen esquivar viejos fantasmas. Son parte fundamental e indispensable de nuestra fiesta. La nota preocupante es que, quizá, no hay tanto relevo generacional de cara al futuro.
Interesa y urge formar a nuevos cirujanos con especialidad en espectáculos taurinos. Y ahí, quizás, toreros y apoderados tendrían que preocuparse más de los equipos médicos cada tarde, por encima de cualquier otra cosa. Nos ponemos en pie para aplaudir a los excelentes cirujanos taurinos y sus correspondientes equipos, que salvan a nuestros héroes. Son los ángeles de la guarda del toreo.