Como ya se indicó en el artículo anterior, la Campaña de Lucha contra el Analfabetismo, organizada en el ecuador de la Guerra Civil, fue una apuesta arriesgada del gobierno republicano, con el propósito tanto de erradicar la lacra del analfabetismo como de extender el adoctrinamiento ideológico a favor de su causa. Además, se buscó que el bando republicano apareciese ante el resto de naciones europeas como un claro defensor del pueblo y la cultura. Por ello, se conminó a los responsables de la campaña tanto a seleccionar a los maestros por su ideología, como a conseguir a toda costa que la campaña obtuviera unos índices de participación lo suficientemente altos, para justificar la oportunidad y gastos de esta iniciativa cultural en plena contienda. Sin embargo, las dificultades fueron muchas y evidentes: resistencia de las personas de cierta edad a matricularse, descenso del número de matriculados según pasaban los días, la oposición de las mujeres jóvenes a asistir a clase en régimen de coeducación, y falta de apoyo material por parte de los ayuntamientos, factores que restaron eficacia a lo planeado. Sólo los maestros trabajaron con denodado esfuerzo para conseguir los objetivos propuestos.
Uno de los factores que más influyó en el número de matriculados fue la resistencia de las personas de mediana edad a asistir a las clases. El maestro de Olivares constataba que: «He notado que los mayores de treinta años son poco entusiastas de la escuela, les parece, por lo visto, que no van a aprender si asisten a estas clases, o tal vez se lleven la cuenta de que a donde tanto tiempo llevan sin aprender, es igual ya pasar el resto de la vida».
La gran mayoría de matriculados tenía edades comprendidas entre los catorce y veinte años. A los mayores de cincuenta les daba vergüenza ir a clase porque, según indicaba el maestro de Fuertescusa, «creían que los demás se iban a reír de ellos, y esto no lo toleran». En el mismo sentido se pronunciaba la maestra de Canalejas, «el desarrollo de esta campaña ha sido fructífero y entusiasta, principalmente en la edad que comprende de 14 a 20 años, habiendo podido notar el retraimiento de los analfabetos mayores de dicha edad, si bien mis razonamientos han sido incansables, no he podido lograr lo que me proponía, dándome por contestación que les avergonzaba, a su edad, el desconocimiento de toda materia».
La causa más frecuente de abandono de las clases fue la dedicación a las tareas agrícolas, especialmente a partir de enero con la recogida de aceituna. Naturalmente, la subsistencia primaba sobre la instrucción, y tras una dura jornada en el campo, quedaban pocas ganas de ir a clase. El descenso en la matrícula, a medida que los días alargaban las horas de luz, fue generalizado. Algunos maestros, sin embargo, atribuían este hecho a otras causas: «El no asistir a las clases, consiste en que este pueblo no ha amado nunca la cultura, y ser facciosos casi todos sus vecinos … Todo esto nace de haber sido dominados por el clero», comunicaba este maestro, que en el mismo oficio escribía, hembras sin hache, y denominaba a la campaña «pro-analfabetismo».
Lo más probable, es que la incertidumbre y preocupación desencadenadas por la guerra, los graves problemas de subsistencia, la falta de material escolar así como los propios acontecimientos bélicos, bombardeos, clausura de edificios escolares, que pasaban a ser cuarteles u hospitales, fueran los causantes de la disminución de alumnos matriculados. Pensar que la superación del analfabetismo aceleraría la resolución de estos graves problemas resultaba extremadamente difícil. La posible funcionalidad del proceso alfabetizador quedaba eclipsada por la dinámica y crueldad que la guerra imponían.
A pesar de que el porcentaje de mujeres analfabetas en aquellas fechas era altísimo, considerando, además, que los alistamientos en el ejército provocaron un incremento en la proporción de población femenina en las zonas de retaguardia, las mujeres se inscribían y acudían a las clases de alfabetización en menor porcentaje que los hombres. Se mostraban muy reticentes a la hora de ir a la escuela, y en ocasiones inflexibles, si tenían que ir junto con los hombres. El maestro de Gascueña comunicaba al Inspector de Educación: «A pesar de haber dicho que a estas clases pueden concurrir indistintamente varones y hembras, estas últimas no han acudido, diciendo que ellas irán cuando se dé clase para ellas solas».
En Cañaveruelas, el maestro apuntaba: «Viéndome precisado a abrir otra clase para 18 analfabetas, por las tardes de cuatro a seis, pues se negaron en absoluto a asistir por la noche en unión de los varones… la coeducación entre adultos es imposible conseguirla en nuestras aldeas y pueblos». De la negativa rotunda de asistir a clase con los varones se conservan testimonios de los maestros de Albalate, Belmonte y Osa de la Vega. El maestro de la última localidad sentenciaba: «Todos cuantos esfuerzos he realizado en pro de la implantación del régimen de coeducación en las clases han sido estériles, por la rotunda, clara y terminante negativa de la mujer en general, y de nuestras compañeras en particular, a compartir las tareas escolares con el varón. Desde luego las razones en que fundamentan tal posición son justas, por la indisciplina y rebeldía anárquica a todo lo que suponga educación, respeto y decencia en el varón».
En Garcinarro, la maestra emprendió una campaña personal para conseguir implantar el régimen coeducativo, «porque las mujeres, que es donde más analfabetos hay, no asistían a clase, y hemos hecho que les obliguen los sindicatos… Se les dijo que el hombre y la mujer vivían unidos toda la vida. ¿Por qué no en la escuela para educarse? Así lo comprendieron, y los últimos días iban a la escuela con entusiasmo». También en Tribaldos el maestro logró implantar la coeducación «con repetidas charlas y gran entusiasmo logré vencer enseguida aquellas repugnancias mal entendidas».