Me imagino a Pedro Sánchez, el pasado fin de semana en Quintos de Mora, recostado a la sombra de una encina, reflexionando sobre sus propias mentiras y sobre la corrupción protagonizada, delante de sus narices, por sus hombres de confianza: Ábalos, Cerdán y Koldo. Imagino al todavía presidente del Gobierno con el rostro compungido, intentado encontrar alguna explicación razonable a los comportamientos de sus fieles escuderos, con los que recorrió España a bordo de un Peugeot, en busca de la secretaria general del PSOE y de la regeneración de la democracia española, que nunca se produjo.
Imagino a Sánchez intentando reponerse del susto, con la mirada puesta en el horizonte, mientras escuchaba el 'aguileo' de las perdices o el bramido de algún ciervo entre los matorrales. Es imposible, se habrá preguntado una y otra vez, que me haya podido ocurrir a mí esto. Menos mal que supe reaccionar a tiempo, se habrá consolado a sí mismo, y pedí perdón a los españoles, al conocer el informe de la UCO. Menos mal que mi nombre – al menos por el momento - todavía no aparece en las grabaciones de Koldo, donde se habla del reparto del dinero robado y de la selección de las putas.
A Pedro Sánchez le preocupa, como le ha preocupado siempre, él mismo. Esa es la prioridad. Esa es la verdad. En segundo lugar, pero menos, le preocupa el PSOE y la connivencia de sus socios para seguir manteniéndose en el poder. Y, finalmente, le indigna y obsesiona la posibilidad de que el futuro de España quede en manos de la derecha. Las conversaciones entre Koldo, Ábalos y Cerdán - sucesor de Ábalos en la secretaria de Organización del Partido Socialista - ya no son un bulo, ni una campaña orquestada y financiada por la ultraderecha y el Ibex35.
Sus guardias pretorianos, los gudaris del sanchismo, los tres mosqueteros que, desde hace diez años, asaltaron el Ministerio de Transportes para lucrarse con peajes y mordidas, le acaban de poner al borde del precipicio. «Pedir perdón no es suficiente», le decía desde Valencia, en noviembre de 2014, Sánchez a Rajoy, mientras le mostraba la puerta de salida al entonces presidente del Gobierno.
Pues bien, le ha llegado el momento de aplicarse a sí mismo esa medicina. Nunca un presidente del Gobierno ha estado tan cercado por la corrupción que supuestamente iba a erradicar. A día de hoy – mañana ya veremos –, ya tiene a sus dos hombres de máxima confianza acusados de corrupción, a su hermano a punto de sentarse en el banquillo, a su mujer investigada y al fiscal general del Estado procesado por el Tribunal Supremo por un supuesto delito de revelación de secretos.
Desde los bellos atardeceres de los montes de Quintos de Mora, Pedro Sánchez habrá recapacitado. Se habrá preguntado, con desasosiego, si merece realmente la pena seguir en Moncloa, aunque cuente con el apoyo de sus socios – cómplices de todo lo que está pasando – y con el respaldo de sus compañeros y compañeras de partido.
Por cierto, se echa en falta que en un partido tan feminista y tan luchador por la igualdad nadie haya condenado de forma pública y contundente la actuación de los compañeros que se repartían los servicios sexuales de prostitutas entre ellos, con casting previo y estudios comparativos, mientras proclamaban ser feministas, antes que socialistas.
A la hora de depurar responsabilidades, también sería bueno que los socios de este Gobierno acorralado por la corrupción más obscena, especialmente el PNV, explicara las razones de su complicidad, después de haber presumido de su implacable rechazo a la corrupción en el Partido Popular.
Aitor Esteban tiene ahora una gran oportunidad para desmentir una sospecha cada vez más evidente: que el partido de Sabino Arana que ahora preside no es más que una herramienta para la extorsión y el pillaje.