Todos o casi todos los conquenses y muchos otros españoles conocemos la maravilla kárstica y paisajística de la Ciudad Encantada, ese gran regalo que la naturaleza y los 'dioses' han dado a Cuenca por toda la eternidad. No fue hasta el siglo XIX cuando se empezó a hablar de este original paraje geológico y natural por parte de algunos viajeros y profesores que visitaron las tierras de Cuenca y que, en ocasiones, fueron alertados por pastores o paisanos sobre la singularidad de estos parajes serranos.
Entre los primeros visitantes que dejaron huella escrita de su visita siempre hubo algún curioso inglés como George John Cayley, o algún redactor del Hand Book después de la indicación del erudito español Pascual Gayangos.
Por parte de los españoles, según nos recordó Florencio Martínez Ruiz en varios magistrales artículos aparecidos en la prensa diaria conquense a finales del siglo pasado, dos fueron los que describirían la maravilla natural en el segundo cuarto del siglo XIX, el canónigo Trifón Muñoz y Soliva, que la interpretó de forma poética, y Daniel de Cortázar, que la vio bajo la óptica científica en 1875, además del profesor y sabio aragonés Odón de Buen, «el animoso profesor que la 'descubrió' a los estudiantes de Ciencias Naturales ya en pleno siglo XX».
Martínez Ruiz también dio varias pistas, aunque reconociendo lo difícil de documentarlas, sobre la posibilidad de que el legendario Viriato fuese incinerado en este paraíso natural, o que el príncipe Orsini se inspirase en la Ciudad Encantada para proyectar el parque de Bormazo.
odón de buen. Al gran sabio y naturalista zaragozano, además de ilustre catedrático de Ciencias Naturales de la Universidad Central, Odón de Buen, podemos calificarle como primer motor, agente de propaganda y gran vocero de nuestra maravilla natural, «obra creada más bien por Atlantes que de dioses».
Odón de Buen entendió muy bien que la Ciudad Encantada tenía no sólo un interés científico y académico, sino que además era un monumento artístico de la naturaleza que conoció y divulgó muy certeramente como profesor y admirador de este singular conjunto kárstico; tanto es así que le llevó a publicar, al despuntar del siglo XIX, en su libro de Historia Natural, originales viñetas explicativas del paraje situado en tierras de Valdecabras.
Su visita despertó y estimuló en las fuerzas vivas conquenses el interés de 'descubrir' la maravilla pétrea y vegetal, desfilando por sus calles y callejones acompañando en muchas ocasiones a próceres y amigos suyos del mundo científico como Cajal, González, Martí Casares, Cabrera, Brañas, etc.
La prensa nacional, regional y local se hicieron eco de esas visitas ilustres al paraje serrano, como Mundo Nuevo, Vida Manchega con fotos de César Huerta Stern, periodista y alcalde de Cuenca y sobre todo Blanco y Negro con textos de Muñoz Soliva y fotografías de J. Enero. Giménez de Aguilar también dejó patente la presencia de De Buen y de sus alumnos y amigos.
La fecha certera fue un 2 de mayo de 1912 cuando Odón de Buen llega a tierras conquenses acompañado de su legión de alumnos para conocer y estudiar in situ la verdadera cátedra que le ofrece la naturaleza, más allá de los libros y los textos más o menos alejados de la obra del viento, el agua, las rocas, las flores… De Buen y sus alumnos, al llegar a la ciudad petrificada, reaccionarán no sólo como científico y estudiantes de geología, sino también como poetas sensibles ante el deslumbramiento que se les presenta ante sus retinas.
De Buen publicará en julio de 1915 un amplio reportaje sobre Cuenca y la Ciudad Encantada, donde reflejará entre otras cosas: «Aquí se desbordó la fantasía del escultor arcaico y aparece la arquitectura en toda su grandiosidad. Tampoco anduvo rezagado el gran jardinero. Con razón, el vulgo, el único que ha tenido hasta hace poco tiempo continuo acceso a la altiplanicie de Cuenca, cree aquellas ruinas obra de encantamiento. Titanes debieron ser los autores; sólo cíclopes pudieron llevar allí aquellas enormes rocas que simulan estatuas medio deshechas por la intemperie, arcos gigantes, anfiteatros grandiosos, callejones estrechos donde apenas entra la luz, en que se juntan los aleros, escalinatas, puertas, murallas almenadas, grutas y sótanos; todo ello corroído, carcomido por los siglos y las inclemencias del tiempo, cubierto en gran parte de vegetación, y todo ello gigantesco, porque se necesitan muchas horas para recorrer las ruinas».