Entre las muchas preocupaciones que tienen estos días los israelíes hay una que no resulta tan intuitiva. El país ha logrado convertirse en una gran potencia tecnológica, uno de los polos de investigación y desarrollo más importantes del mundo. Desde el tomate cherry hasta el Waze que usamos para no perdernos con el coche, cientos de cosas que forman parte de nuestras vidas proceden de allí.
Crear un Silicon Valley propio tiene muchas ventajas, pero también algunos inconvenientes. Cuando tu economía se levanta sobre grupos de personas altamente cualificados, el peligro es que se pueden ir a trabajar donde les apetezca, llevándose su talento y sus empresas consigo.
No todo el tejido empresarial tecnológico israelí está en riesgo porque hay una parte interdependiente del estado y el ejército, pero el ecosistema podría empezar a tambalearse si un porcentaje de las 100.000 familias que tiran del carro llegan a la conclusión de que sus hijos no están a salvo.
Israel es un proyecto colectivo más que un país y hay pocas naciones con tanto ardor patriótico. Pero todo tiene un límite. Al ser, además, un territorio tan pequeño, no hay ciudades o zonas que se puedan quedar al margen del conflicto. Cualquier polo económico puntero necesita un mínimo de tranquilidad. Así que un conflicto dilatado en el tiempo podría ser tecnológicamente letal.