Se denomina crocus sativa, nace de un bulbo y tiene una flor de color violáceo, es una especia muy apreciada en todo el mundo y el plato más típico español no tendría sentido sin este condimento. Es el azafrán, una especia que se cultiva en varios municipios del sur de la provincia, principalmente en la comarca de la Manchuela. Albacete es la provincia de Castilla-La Mancha con mayor superficie y productores, seguida de Toledo. Cuenca, en menor medida, es la tercera de una comunidad líder en España. En la provincia, según los datos de 2019, se cultivaron 25 hectáreas, 21 de secano y cuatro de regadío.
Hace unas semanas concluyó la campaña de recogida de azafrán, que no será la mejor de los últimos años según la Denominación de Origen (DOP) Azafrán de la Mancha. ¿Las causas? Hay que achacarlas al cambio climático. Este año solo se recogerán 450 kilos en toda Castilla-La Mancha, cuando lo normal que se cosecha en un año son 900 kilos. Esa es la cantidad que se recogió hace dos años, sensiblemente superior a la del año pasado, que alcanzó los 600 kilos. «Este año llovió en primavera, pero en septiembre no lo hizo como debiera, hubo calor y el cultivo se resintió. Se preveía una buena campaña, pero no salían las flores», indica el director comercial de Bealar Motilla, Guillermo Beleña. Una de las empresas conquenses con más premios Gran Selección de Castilla-La Mancha al mejor azafrán. Este año obtuvo el galardón y en 2019 se llevó el premio al mejor azafrán de todo el país. De hecho, Motilla fue también el municipio más productor de España.
Cultivo de invierno. El director comercial, hijo de uno de los miembros fundadores del Consejo Regulador de la DOP, José Julián Beleña, recuerda que el cultivo es de invierno, pero «cada año se recoge más tarde. Hace mucho calor y en vez de cosecharse a mediados de octubre se comienza casi a finales. Como hay mucha temperatura en los últimos años, no queda otra que atrasarlo cuando llega el frío». Tampoco tiene que ver que el bulbo sea del primero o cuarto año, puesto que «todos se han comportado de la misma manera».
Lo cierto es que el azafrán que se cultiva en Motilla del Palancar y Campillo de Altobuey «está considerado como el mejor del mundo», afirma Beleña, que reconoce que, en la mayoría de los casos, los que se dedican a este cultivo lo hacen «porque ya se dedicaban sus padres anteriormente. Muy pocas veces es porque alguien quiere innovar».
No obstante, a la hora de comprarlo en el mercado, fíjese bien en el envase. La mayoría procede de Irán o de países del norte de África. Nada que ver con el producto local. «En España hay muy pocos kilos y eso provoca que el mercado que mejor lo paga se lo lleve. El 70 por ciento de lo que se fabrica aquí se va fuera de España», dice el director comercial de la empresa afincada en Motilla, que añade que «más del 95 por ciento de todo el azafrán que se vende no es español. Es de Irán, que no es igual».
Por esta razón, cuenta, la Denominación de Origen «está haciendo un plan de marketing, cursos para cocineros y charlas para que la gente reconozca el sello de la DOP. Cada producto va con su contraetiqueta y su numeración».
Un cultivo milenario al que se le llama «oro rojo». Del cultivo del azafrán se sabe que ya se recogía en el 2.300 antes de Cristo. Hoy, las familias que aún se dedican a esta labor siguen repitiendo los procesos de recolección como si nada hubiese cambiado en este tiempo. En otoño se recogen las flores a primeras horas del día, cuando la luz del sol provoca que los pétalos se abran y muestren sus pistilos. Un trabajo ciertamente duro por aquello de tener que hacerlo de forma manual. Las flores se mondan artesanalmente, «como se viene haciendo toda la vida», y las hebras se tuestan al fuego lentamente con un cedazo o tamiz. La certificadora confirmará que el azafrán cumple las normas de calidad para su puesta a la venta.
Se le ha llamado oro rojo porque, «antiguamente, como el metal valía tan poco, el azafrán era la especia más cara del mundo. Incluso llegó a ser más que el oro», cuenta Beleña, que apunta que «eso no significa que cueste mucho dinero echarlo en las comidas. Vale mucho comprar un kilo –puede costar entre 8.000 y 10.000 euros– pero con echar un poquito es suficiente y eso no tiene un coste alto».