Editorial

Ferrovial

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La Junta General de Accionistas de Ferrovial aprobó ayer con una amplia mayoría el traslado de su sede social y fiscal a Países Bajos, en lo que constituye un llamativo ejemplo de deslocalización de una gran multinacional de origen español y con mayoría de capital nacional. La compañía ha justificado la decisión en la necesidad de alinear la estructura corporativa con su perfil internacional y en facilitar su salida a Bolsa en Wall Street y su presidente, Rafael del Pino, hijo del fundador, apeló ayer a la libertad de establecimiento, un valor que forma parte del corazón de la Unión Europea.

Esta decisión, que ha contado con un rechazo militante del Gobierno, ha estado precedida de algunos debates estridentes propios de una campaña electoral que distraen la atención sobre algunos aspectos fundamentales de la regulación y la estructura de la economía española menos fáciles de explicar. Desde el punto de vista jurídico, los accionistas de Ferrovial están en su derecho de aprobar la ubicación de la empresa en el lugar que entiendan que es más conveniente para sus intereses. El hecho de que la compañía se beneficie o no de las exenciones fiscales previstas para este tipo de operaciones debe ser una cuestión puramente técnica y no política y corresponde a la Agencia Tributaria y no al Gobierno adoptar esta decisión.

El caso de Ferrovial debe llevar a una reflexión profunda sobre las razones subyacentes que pueden impulsar a la multinacional a acometer el traslado y que revelan algunas disfunciones en una economía que se precia de ser la cuarta de la UE. El propio Gobierno reconoce que existen dificultades para la doble cotización en Wall Street y la Bolsa española, un dislate que nadie se ha ocupado de corregir en décadas. Puede considerarse que el Ejecutivo no ha estado muy acertado en una reacción excitada, excesiva y electoralista, pero tampoco lo ha estado Ferrovial en sembrar dudas sobre la seguridad jurídica en España en abstracto, infligiendo al país un daño reputacional innecesario. Es evidente que en España no existen riesgos para la operativa de las empresas, pero sí inseguridades desde el punto de vista impositivo que se alimentan con los precedentes del impuesto a los bancos y a las energéticas o los discursos que hablan de topar precios o aplicar contribuciones especiales.

La estrategia de señalamiento de empresarios con nombres y apellidos que impulsa un sector del Gobierno y la crítica al trabajo de las empresas que, en ocasiones, ha abanderado el propio presidente Pedro Sánchez dará votos, pero no ayuda a crear un clima de confianza empresarial. Frente a este ruido impulsado, sorprendentemente, por el poder político, debería abrirse un debate sereno sobre los compromisos de las empresas españolas con el país y con el bien común, sobre una fiscalidad inteligente que ayude a crear riqueza y sobre la necesidad de acabar con ejercicios de dumping impositivo en el seno de la Unión Europea.