Uno asiste atónito al debate que se desarrolla en los cenáculos y mentideros madrileños sobre la reforma del delito de sedición. Si uno afirma en determinados círculos de 'halcones' (y no hay pocos) que sí, que modificar la enunciación penal del delito de sedición es algo aconsejable política y técnicamente, está casi mentando la bicha. Porque hoy el tema de la sedición se ha convertido en la principal de esas líneas rojas que marcan la constante batalla de un país contra sí mismo y al que le encanta deslomarse en los duelos a garrotazos: la tan citada maldición de Bismarck.
He podido, ay, comprobarlo personalmente: si usted, aunque lo haga desde hace muchos años, defiende la modificación de los artículos 544 y 545 del Código Penal, que es donde se regula el tratamiento a este delito, será considerado, según y dónde lo proclame, casi un aliado del independentismo. Como alguien partidario, por citar uno de los aspectos en cuestión, del regreso de Puigdemont sin coste punitivo para el 'fugado de Waterloo'. Alguien que quiere desautorizar a los jueces, que se pronunciaron en la sentencia contra Oriol Junqueras y compañeros mártires en octubre de 2019. En suma: enfrentarse a la simplificación, que aquí y ahora es siempre cainita, es algo a lo que ha de acostumbrarse quien cada día trata de ejercer de la manera más independiente posible en estas tareas de diseccionar lo que va pasando. Hoy, la sedición es una más de esas guerras a muerte entre las dos Españas, algo que pronto quedará olvidado, superado por otras polémicas que nos dividirán por mitades para luego ser reemplazadas por otras nuevas. El eterno absurdo nacional. Bismarck, ya digo.
La mayor parte de los juristas con los que he tratado la cuestión piensan desde hace mucho tiempo -aunque ahora lo callen prudentemente-- que la sedición precisa de una mejor definición y de una rebaja en los tipos punitivos. Es una figura desfasada. Que, obviamente, no debe suprimirse, como inicialmente querían los negociadores de Esquerra, pero a la que sí hay que delimitar y adecuar a unos tiempos en los que el golpismo militar del siglo XIX es un recuerdo del pasado remoto. Hoy, la regulación de la sedición debe contemplar otros lados del problema, entre los que la siempre delicada definición territorial de España tiene un lugar prioritario: ¿cómo frenar tentaciones independentistas como las que estallaron hace cinco años?.
Es preciso deslindar esta figura de la de la rebelión, contenida en el artículo 472 del Código Penal -hoy ambos delitos se confunden fácilmente en el texto del Código, como se pudo ver en los debates de los propios magistrados en el juicio contra el 'procés'--, y ajustarla a la luz de lo que dicen, o no, la mayor parte de los textos penales europeos. Que ese, por cierto, es otro aspecto controvertido del asunto: si usted lee determinados medios, resulta que en Europa es delito menor. Si lee otros, hay naciones de la UE donde se trata más severamente. Pocas veces una controversia que debería ser puramente jurídica ha sido tan manipulada. Porque tras ella se encuentra el eterno contencioso sobre cómo afrontar el mayor problema político que pervive en España: el independentismo catalán, que, de nuevo lo recuerdo, este jueves cumplía un nuevo aniversario, la declaración, aquella de independencia, tan inútil, tan efímera, tan absurda.
Parecería obvio, en principio, que si la reforma coincide con una parte de las peticiones de un sector del independentismo catalán, si esa reforma 'a la baja' facilita además las negociaciones entre el Gobierno central y la Generalitat, pues mejor que mejor. Oponerse a una mejora de los textos legales solo porque ello conviene a, pongamos como ejemplo, Esquerra Republicana de Catalunya, ahonda ese tono tan propio de esos 'halcones' que habitan en algunos círculos madrileños y dificultan cualquier acuerdo, sea en el tema que fuere; considere, si no, las resistencias de un sector de la derecha a que se cierre de una vez el pacto sobre la renovación del gobierno de los jueces.
En alguna crónica que tuve la oportunidad de publicar hace días en un medio catalán de sesgo independentista y que tiene a bien acogerme ocasionalmente, me atrevía a sugerir que este, el de la reforma de un Código Penal que en algunos aspectos se queda obsoleto, sería un paso adelante positivo a dar por el Ejecutivo de Pedro Sánchez. Alguien que leyó aquella publicación y conoce bien los recovecos políticos de la Villa et Corte me advirtió: "buscar una solución moderada entre los extremos, por más que sea una posición que ahora coincide con la del Gobierno (central), es la más incómoda; ser moderado no está de moda".
Cierto. Pero creo que, al final, este será el camino que recorran Gobierno y Govern en la Mesa de negociación. Un camino que no contenta a quienes se sitúan en posiciones irreductibles, suprimir el tipo penal, por un lado, o dejarlo sin tocar, por otro. No tardaremos muchos meses en asistir a la aprobación parlamentaria de esta reforma, cuyo alcance aún no se ha precisado, pero que, en términos generales, limitará las penas, reduciéndolas casi a la mitad, y determinará el alcance y límites del delito.
Me atrevo a opinar que tanto Pere Aragonés, con toda su debilidad a cuestas, como Pedro Sánchez, con todas sus vacilaciones, pero ahora tan fuerte en apoyos en el Congreso de los Diputados que le sobran votos para sacar adelante 'sus' Presupuestos, están ofreciendo una muestra de algo que en España es 'rara avis': un talante negociador pese a todo. Al menos en esta cuestión. Y ya digo: si esa negociación se basa en puntos que además creo que convienen a la equidad legal -supongo que pronto los tribunales europeos se pronunciarán en este sentido: hay que atenuar las penas por este concepto--, pues todos contentos. ¿Todos? No. Porque eso contradice el 'cuanto peor, mejor' en el que no pocos se han estancado, como si los tiempos, las coyunturas, la Historia, no avanzasen.