España no es racista, pero hay racismo en muchas capas sociales y en muchos españoles, no sólo entre los hinchas de los estadios. España no es una sociedad violenta, pero hay violencia y no solo en los campos de fútbol. España no es machista, pero hay machismo y no poco entre los más jóvenes.
Lo hay en el fútbol, donde los domingos algunos descerebrados sueltan su rencor hacia un jugador, hacia un árbitro con gritos e insultos que, muchas veces son coreados por la masa. Pero también en competiciones infantiles donde algunos padres, algunos energúmenos, insultan al árbitro o a un jugador contrario y, a veces, hasta a sus propios hijos. Lo hay en la calle o en el Metro, donde algunos insultan y agreden al diferente ejerciendo el matonismo del odio. Y lo hay en la política donde el insulto, la calumnia, la mentira, la descalificación de unos contra otros no se da sólo en las campañas electorales, sino todos los días y en el propio Parlamento y, a veces, hasta en las ruedas de prensa de los Consejos de ministros.
Y no es patrimonio de un partido o de un espectro ideológico, sino de todos, aunque es cierto que con distintos niveles de intensidad. Lo hay también en las televisiones, algo menos en las radios, y en las redes sociales, donde muchos pierden permanentemente los papeles y la educación, e insultan, mienten y pontifican con el carné del partido o del rencor en la boca.
Ese rencor acumulado, muchas veces provocado, que se viene dando en el fútbol desde hace muchos años, recrudecido ahora, es inaceptable, pero ha sido consentido por los clubes, la Federación y la Liga. Y no se produce sólo en los campos de primera división, donde hay televisiones en directo. También en las divisiones inferiores. Y allí los energúmenos nunca serán señalados. Pero ¿qué pueden decir los políticos cuando han normalizado el insulto en política y ellos son los primeros en faltar al respeto al rival? A la ultraizquierda, algún partido ha insultado gravemente a los jueces, a los periodistas, a los empresarios, a los demás políticos, incluso de su misma ideología, a los votantes de otros partidos, hasta a los hombres como responsables de todos los males de la civilización. Otros castigan y excluyen a los que no piensan como ellos. Y quienes llevan con orgullo la herencia de los asesinos desprecian a las víctimas.
A la ultraderecha se demoniza a todos los diferentes, pero especialmente a los inmigrantes. Algunos prefieren que nos extingamos como país antes de aceptar a quienes están haciendo en España los trabajos más duros que no quieren hacer los españoles, a quienes han venido aquí jugándose la vida, a quienes solo se diferencian de nosotros porque han nacido unos kilómetros más abajo o más lejos y que no son diferentes, porque son personas igual que nosotros. Hay cuotas para la paridad entre hombres y mujeres, pero no para que quienes representan ya el diez por ciento de la población española tengan esa proporción en las listas de los partidos. De ninguno.
¿Qué mensaje están, estamos, lanzando a los jóvenes con los insultos, las mentiras conscientes, el odio, la descalificación permanente del contrario? ¿Cómo no van a reproducir comportamientos que son habituales en los mayores? El rencor provocado, el rencor acumulado, la violencia y la ignorancia son una enfermedad que no debemos permitirnos. Y sólo se puede curar desde la educación en valores, desde la igualdad en la convivencia y desde la denuncia y la exclusión -por parte de las instituciones , pero también de cada uno de nosotros- de quienes incitan al odio. No podemos permanecer pasivos. Hay que parar el rencor no solo en el fútbol. La política basada en el rencor es un cáncer que envenena.