Dice Felipe González que alguien está moviendo los cimientos del Estado de las Autonomías con las tremendas consecuencias que ello podría entrañar para una nación como España, con sus quinientos años de antigüedad, y que lo peor es que, quien debería velar porque el edificio se mantuviera en pie, hace caso omiso de sus obligaciones, como si no fuera con él. Felipe González es un hombre sabio y sabe de lo que habla, y con su discurso no hace más que plasmar el equívoco en que nos movemos, y que hace que seamos muchos los que vivimos ya no sólo con la mosca en la oreja, sino con la preocupación y el terror de ver lo que se nos viene encima.
La aparente despreocupación con que el Ejecutivo en funciones se apresura a complacer la exigencia previa de Puigdemont para empezar a negociar, o sea, a seguir exigiendo, está en el origen de ese terror de parte de la ciudadanía que no puede conciliar el sueño viendo el comportamiento irresponsable de un presidente de Gobierno que, años atrás, aseguraba que determinadas maniobras turbias jamás las llevaría a cabo para evitar que le pasara lo mismo que a Lady Macbeth cuando confiesa que ha perdido el sueño. Es lo que tiene «saciarse de horrores», siguiendo con Shakespeare.
Son muchos los flancos que Pedro Sánchez ha dejado al descubierto en los últimos tiempos, y muchas las contradicciones en las que viene incurriendo, y demasiadas las ansias de poder que va mostrando. Y no es que Puigdemont sea un individuo especialmente perspicaz, pero lo que nadie puede poner en duda es que ha tenido tiempo de sobra para urdir planes y ensueños en su exilio dorado de Waterloo, así como la capacidad de quienes lo asesoran. De ahí el plante y el envite. Si la noche de las malditas elecciones de julio celebró con cava el gordo de la lotería que, con sus pírricos siete escaños, le había tocado; su alborozo al despertar al día siguiente cuando le dijeron que el PSOE había perdido un escaño fundamental, no tuvo límites. «Dios está conmigo, por fin», debió de decirse sin terminar de dar crédito a sus oídos.
Un hombre con odio en las entrañas es peligroso donde se encuentre; pero un hombre con rabia, en política, es una bomba de relojería. Y lo que estamos viendo, desde el lamentable espectáculo de Yolanda Díaz el pasado lunes en Bruselas, nos hace presagiar lo peor. No hace falta ser un lince para ver que el prófugo de Waterloo, que salió de España en el maletero de un coche, aspira a volver bajo palio. Y está seguro de ello porque conoce perfectamente la altivez de su oponente y sabe que le ha cogido tal gusto al poder y se siente tan imprescindible, que lo complacerá en todos sus deseos sin reparar en gastos. Es para echarse a temblar, por un lado Puigdemont; por otro el lehendakari. Ambos, como no se cansaba de repetir Zapatero, se habían rendido con armas y bagajes al Estado, y mira por dónde, es justo lo contrario.
El problema del líder socialista –a quien no le duelen prendas a la hora de despreciar en público a la vieja guardia de su partido– es que está absolutamente convencido de que, con media docena de expertos juristas –de esos que, como Miguel Ángel Buonarroti, son capaces de demostrar una cosa y su contraria–, puede convertir la Constitución en un chicle. Acostumbrado a saltarse líneas rojas y poniendo cara de no haber roto un plato en su vida, está dispuesto –con ese grupo de incondicionales adictos capitaneados por Bolaños– a arrastrar por el fango al Estado, dejándolo como represor de los que vienen maniobrando desde hace décadas para romper España. O sea, el mundo al revés. Y todo ello, entre cabildeos y buscando las cinco patas al gato, evitando cualquier tipo de referéndum, y pasando por alto un punto esencial, y es que, actuando de forma tan unilateral y capciosa, deja al monarca a los pies de los caballos.
Confiemos en que este despropósito provoque una reacción popular como la del ya tristemente 'piquito' de Rubiales. Es nuestra dignidad lo que está en juego.