Sara Barquinero

Sara Barquinero

@sarabarquinero

Doctora en filosofía y escritora


Tener razón no sirve de nada (pero no tenerla es insoportable)

27/05/2025

Casi siempre que discuto con mi marido es por tonterías domésticas o por dos o tres detalles teóricos en los que jamás logramos ponernos de acuerdo. Cuando el desencuentro pasa de anécdota a batalla (algo que, por suerte, no sucede muy a menudo, una o dos veces al año), nos tomamos más en serio el hecho de discutir manteniendo el orgullo que el argumento original. Normalmente yo me hago la doliente y él el digno (lo suelo acusar, cuando ya hemos hecho las paces, de que se pone tan altivo como el príncipe que ilustra las galletas Príncipe; él, en cambio suele decirme que es imposible interpretarme cuando me pongo sentimental, lo cual es cierto). Se nos pasa porque sucede un evento más importante, porque nos cansamos o porque en medio de la disputa (que a veces incluye períodos dilatados de silencios evitativos por la casa) algo nos hace mucha gracia, quizás una de las frases grandielocuente que uno de ambos ha proferido para afianzar su posición. En cualquier caso, en ese momento de hacer las paces ambos solemos convenir que el asunto inicial que nos hizo pelearnos, sea la ontología orientada a objetos o quién va a tender esa puñetera lavadora, no era tan importante. Nos reafirmamos en que, incluso aunque tuviéramos que poner mil lavadoras, contratar a una limpiadora o renunciar a hablar nunca jamás de Timothy Morton y Graham Hartman, ningún desacuerdo entre nosotros va a ser tan importante como para que lleguemos a discutir de forma definitiva o decirnos cosas que de verdad vayan a hacernos daño. Llegado el momento, ninguno de los dos trata de tener la razón: nos disculpamos sin ambages y prometemos que jamás de los jamases volveremos a discutir, y de verdad nos lo creemos. Entonces ¿por qué parecía tan importante tenerla hasta hacía cinco segundos?
Hay otras relaciones en las que, por desgracia, nunca se llega a ese punto (lo cual no quiere decir que no se hagan las paces, aunque sea de forma superficial) y es difícil renunciar a tener la razón. Todos tenemos a amistades o familias con las que nos seguimos recriminando nimiedades que sucedieron en 2006, historias sobre las que no está claro de quién fue la culpa; relaciones en las que se almacenan los errores para recordarlos en el momento adecuado o para que se perdonen en el futuro los que sabremos que cometeremos. ¿De qué depende que haya o no ese deseo de ganar? ¿Es porque en mi caso estoy hablando de una relación de pareja? Diría que no. He visto a demasiados amigos discutir a medias en cenas y fiestas. ¿De la cantidad de desencuentros? Entonces, ¿de qué depende?
Quizás la diferencia no esté en el tipo de relación ni en el número de desencuentros, sino en la posibilidad de renunciar a tener razón sin sentir que eso pone en duda tu existencia entera. Hay relaciones en las que se puede no tener razón sin que eso duela demasiado, y otras en las que ceder equivale a autodestruirse, y no por orgullo (o no solo). Cuando ya no hay confianza plena, ni proyecto común, ni ternura suficiente para salvarlo todo con un chiste, uno se aferra a la cronología como si fuera una soga: «yo no dije eso», «sí que me avisaste, pero no con suficiente antelación», «fue en 2006, pero no fue como tú lo cuentas». Son frases que no buscan resolver nada, solo sostenerse. Pura liturgia de la anécdota que nos explica quiénes somos.
Y a veces es legítimo. A veces tener razón parece la única forma de afirmar que algo fue real, que no lo soñaste, que no te pasaste de sensible, que lo que te dolió de verdad sucedió y que, aun con todo, lo superasteis. La razón como autodefensa. Otras veces es simplemente una trampa: una forma elegante de no admitir que el otro ya no nos quiere, o que lo queremos menos.
Quizás por eso tener razón no sirve de nada, porque no puede darte lo que en realidad estás pidiendo: comprensión, afecto, un poco de paz. Pero tampoco queremos renunciar a ella, porque nos da una mínima sensación de orden cuando todo lo demás se tambalea. Así que seguimos discutiendo, aunque sepamos que no ganaremos, no solo porque perder es insoportable, sino porque la falta de razón no solo ataca al ego: hiere la memoria.
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