Javier Caruda de Juanas

Javier Caruda de Juanas


Una nueva historia

07/03/2024

Sentimos como propia cualquier plaza o calle de la ciudad donde nos abrimos al mundo, bien sea por nacimiento o por decisión propia más o menos forzada. Ese sentimiento de pertenencia nos lleva a pensar que cualquier ataque al patrimonio lo es a algo que es nuestro, con ese sentido de pertenencia que nos lleva ser de aquí de toda la vida o vivir aquí también de toda la vida. Tan importante es ser conquense porque uno nace aquí, que ser conquense porque uno pace aquí.

El hecho es que a la mochila de los problemas domésticos que cada uno de nosotros tenemos, solemos echarle una piedrecita más en forma de disgusto, berrinche o cabreo cuando la ciudad nos transmite algo que no nos gusta. Y esto, en esta sociedad que nos hace pertenecer con fijación al mundo de la hipérbole, nos lleva a repetir, una y otra vez, que todo está mal, que todo es realmente mejorable. Quizá sea cierto. Pero también lo es que caer en esa dinámica derrotista, una y otra vez, tampoco se ajusta a la realidad.

Ese sentimiento de molestia por los grandes temas que nos afectan a todos, léase incremento de la oferta laboral, seguridad, limpieza, servicios en los barrios… se mantiene y crece en cuanto a los bienes comunes se refiere. Nos cabrea una fuente rota (el tiempo que pasa hasta que se arregla y, por supuesto, el vándalo que tarda poco en repetirlo), nos desespera un contenedor quemado que adorna de negro tizón el callejón en el que nos lo encontramos y nos indigna tener que pasar por muchas calles con la cabeza gacha por miedo a tropezar con una baldosa levantada o un traicionero agujero que nos pueda hacer caer.

Sin querer caer en una separación de calles de primera y de segunda, sí que tengo la sensación de que hay zonas de la ciudad que se han convertido en una suerte de trastero colectivo de las que desconocemos lo que les ocurre seguramente porque paseamos poco por ellas o porque se nos han vuelto incómodas.

En uno de estos espacios, hasta hace poco, encontrábamos un puñado de árboles robustos, de los de tronco gordo. Daban una fresca sombra en verano, cuando aprieta el calor. Servían de refugio para un buen número de pájaros que alegraban con su cantar las dulces mañanas primaverales, esas que no sabes si ponerte una chaqueta o lanzarte a la vida de manga corta. Y nos acompañaban el invierno con sus ramas desnudas.

Y digo hasta hace poco, porque han sido talados por completo. Desaparecieron. Quizá haya sido el peaje a pagar para que el muro de la calle Ramiro de Maeztu comience su arreglo de una vez, pero me niego a pensar que no pueda compatibilizarse la intervención en el muro con el mantenimiento de esos árboles que han convivido con nosotros un buen número de años. Sé que se plantarán nuevos ejemplares una vez acabada la intervención pero no será lo mismo. Habrá que comenzar una nueva historia con ellos.