José Luis Muñoz

A SALTO DE MATA

José Luis Muñoz


Veinticinco años de una idea original y divertida

20/04/2023

Si yo hubiera sido en aquellos años un sujeto cuidadoso y detallista, habría anotado con precisión el día en que tuve conocimiento de la presencia de un extraño espécímen humano que, como por arte de birli birloque, como surgido de la nada, apareció en Cuenca y en menos tiempo del que se tarda en escribirlo se convirtió en parte integrante del paisaje colectivo del casco antiguo. De haberse dado aquella circunstancia, la de que yo llevase un diario en el que anotar datos, conocimientos y experiencias, aquel día habría escrito algo parecido a esto: «Esta mañana he visto paseando por la Plaza Mayor a un hombre de edad madura, algo desaliñado en el vestir, con la mirada atenta a cuanto le rodeaba y un periódico bajo el brazo. Me ha parecido una persona amable y educada, que iba saludando amistosamente a varios vecinos de la zona; a mí me ha dirigido una mirada y se la he devuelto, con algo de curiosidad, la misma que él muestra hacia cuanto le rodea». Algo así podría haber escrito. Quizá también que, como al albur, pregunté a alguien quién era el misterioso paseante o en qué se ocupaba y descubrí que en realidad, nadie lo sabía. Lo más concreto que se pudo anotar es que cuidaba de la casa de Antonio Saura, mientras el pintor estaba de viaje por Europa. Pero nadie le conocía oficio u ocupación concreta, lo cual no había sido ningún obstáculo para que pudiera adquirir una casa entera, de arriba abajo, en la calle de San Pedro.

Eso debía ocurrir en un momento inconcreto en torno a 1975, la fecha que se suele dar como la de fijación de Antonio Pérez en Cuenca. Apareció como una planta que nace inopinadamente en cualquier sitio y sin necesidad de que nadie la riegue, arraiga en el suelo, crece y se desarrolla, de manera que en muy poco tiempo se convirtió en un elemento más del casco antiguo de Cuenca donde fue aceptado sin prevención alguna, convirtiéndose en muy poco tiempo en un personaje tan asequible como popular, de manera que pasó a formar parte del catálogo de curiosidades que forman el repertorio de esa peculiar zona de la ciudad. Sabemos ya que aquella fue una elección voluntaria y firme. Antonio Pérez era un andariego incansable, de esos individuos exóticos que no tienen carnet, ni saben conducir, ni poseen coche. Andando, andando, siguiendo los cauces de los ríos de España, llegó a Cuenca en 1957 y se encontró con que aquí tenían raíces pictóricas Antonio Saura y Manolo Millares, a los que conquistó con su humanidad contagiosa y participativa. Ese primer contacto le acompañó en su etapa vital siguiente, la que le llevó a París, donde hizo lo que todos sabemos, hasta que decidió regresar a España y echar raíces en Cuenca, donde ya estaba abierto el Museo de Arte Abstracto y se había incrementado el número de artistas que daban al casco antiguo una vitalidad excepcional.

Era el menor de doce hermanos, de una familia bien acomodada, poseía una amplia cultura tanto en cuestiones literarias como artísticas y llegó a Cuenca con dos contenedores llenos de libros y obras de arte, con los que pudo vestir las paredes de los cuatro pisos de su vivienda que, además, pronto empezó a llenar con los más curiosos y peregrinos objetos que iba recopilando por campos y callejuelas, donde estaban tirados como cosa inservible, pero en los que su mirada perspicaz fue encontrando formas sugerentes, imágenes fantásticas, la otra cara de la realidad formal. En 1978 creó la editorial Antojos, para editar libros-arte, una combinación sutil, elitista, de textos y grabados, mientras desarrollaba, incansable, sus colecciones de todo tipo de cosas. Cuando en 1994 presentó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid su colección de objetos encontrados, la sorpresa general fue inenarrable, como la que se siente cuando se produce un descubrimiento inesperado, la apertura de un mundo de sensaciones con cuya existencia no se contaba.

En 1997 rizó el rizo en lo que fue una auténtica maniobra de arte mayor, que aún nos puede maravillar, al llegar a un acuerdo con la Diputación Provincial de Cuenca para ceder todas sus posesiones de obra pictórica, gráfica y bibliográfica, a través de una Fundación que llevaría su propio nombre y que ha quedado instalada de manera permanente en el antiguo convento de Carmelitas, donde abrió sus puertas el 4 de abril de 1998, acaba de hacer 25 años. No puedo (ni quiero) resistirme a decir que aquel acuerdo lo alcanzó Antonio Pérez, ácrata de costumbres informalistas, con una presidenta del conservador PP, Marina Moya, cosas que podían ocurrir antes de que se implantara el sectarismo partidista que ha venido a enturbiarlo todo. Desde su atalaya en lo más alto de Cuenca, la Fundación Antonio Pérez ofreció (y sigue haciéndolo) una propuesta oxigenante, divertida, siempre abierta a la sorpresa y además se ha prolongado en otras sedes, las de Huete y San Clemente, con el añadido reciente de Sigüenza, ayudando a definir el carácter de esta ciudad como elemento esencial en el universo de las artes, vistas desde una palpitante modernidad.

Me hubiera gustado haber anotado con precisión cual fue el día exacto en que conocí a Antonio Pérez, aquella mañana en que me crucé por la Plaza Mayor de Cuenca con un sujeto algo desgarbado, pero de mirada atenta a todo lo que de curioso podía ser apreciado, sin que entonces pudiera adivinar (quizá él tampoco lo presentía) que en muy poco tiempo se convertiría en una pieza esencial del paisaje humano de esta.