Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Guadaña

21/04/2020

Aquella semana de hace 13 abriles, como todas las de los años anteriores, mandé mi colaboración al periódico. Soy disciplinado. Por ello, a pesar de hacerlo por mero entretenimiento, en aquella ocasión tampoco falté a mi compromiso. Llegó el día de su publicación y, al hojear el diario, vi que mi columna de opinión no estaba. En su lugar figuraba el texto de un desconocido. No le di importancia; supuse que un imprevisto de última hora habría provocado tal situación y esperé la llegada de la semana siguiente para verla publicada. Pasados unos días, antes de que llegase aquel en el que debería por fin aparecer, recibí una llamada de la directora del periódico proponiéndome tomar un café. Jamás había pasado nada parecido y me resultó llamativa la propuesta. Le pregunté al respecto y me dijo que prefería comentarme en persona. Llegado el momento del café, que fue sin churros y que yo mismo aboné, me dijo que se encontraba ante uno de los tragos más difíciles de su vida. Expectante, le pedí que acelerase. Titubeando me dijo que le habían llegado órdenes de la cabecera del periódico, y a ésta de las altas esferas políticas regionales de mi tierra, en orden a que dejase de publicar mis opiniones en el periódico. Con un malestar evidente, me transmitió que les habían dado dos opciones: retirada de publicidad institucional o mi cabeza. ¿Yo, un simple columnista de provincias? ¿Yo, un mero colaborador aficionado que no recibía ninguna compensación salvo el ejemplar del día? ¿Los, según ellos mismos, supuestamente mayores defensores de la libertad de expresión censuraban mis opiniones? Pues sí. Tanto les importaba hasta donde pudieran llegar mis reflexiones que no dudaron, en lugar de denunciarme si es que difamaba o mentía, en aplicar una de las herramientas que mejor saben utilizar, aunque lo hagan sin mancharse las manos ni sudar la camiseta: la guadaña.