Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Herodes

24/08/2021

De camino a la playa, donde no sé si descanso o realmente mis niveles de estrés y desazón se acrecientan, escucho la radio. Los reporteros buscan temitas para rellenar los huecos que los primeros espadas dejan libres en tiempos de suplencias veraniegas. Buscan pepitas de oro en playas de kilométrica extensión. De pronto, el escogido da de lleno en mi diana; toca hablar de educación musical. Los convocados, todos por mí conocidos y admirados, departen al respecto. Una de ellas, con la que me une una especial amistad y cariño de décadas, reflexiona en torno a una idea que le he escuchado muchas veces. El niño no es sino una persona como cualquier otra. Simplemente se dan en él la circunstancias de que es más bajito, más ingenuo, más receptivo, más inmaduro… que sus mayores. Ya está; no hay más. El niño, por el mero hecho de serlo y al margen de perfiles concretos que también se dan en los adultos, no es un minusválido que necesite que le hagan las cosas por no tener capacidad para hacerlas por sí mismo. Tampoco es un trastornado que no entiende lo que se le dice y que por eso se le facilita todo. De igual manera, no se puede pensar en él como un irresponsable que no sabrá asumir los retos que se le planteen. No es menos aun un ser desvalido que necesita una tutela permanente que le allane el camino por el que discurrirán sus pasos tutelándole hasta para rascarle la nariz cuando le pique. Sin embargo, basta mirar a nuestro alrededor, en nuestro entorno familiar, en las familias de nuestros amigos y vemos de qué manera al niño, al joven, al adolescente, al… se le trata como eso, como un inepto incapaz de hacer por sí mismo lo que otros, con su edad y condiciones, 50 años atrás ya hacían con un doctorado cum laude. Hemos dado, como especie y en los últimos lustros, pasos agigantados… hacia atrás. Hemos, en las últimas décadas, bajado irresponsablemente los listones tradicionalmente asociados a edades determinadas del desarrollo vital, hasta conseguir que un niño de hoy no sepa atarse los cordones de los zapatos a la edad en la que sus abuelos eran capaces de cambiarlos y de limpiar los propios zapatos. Y si lo llegan a hacer, su entorno, entusiasmado, orgulloso, sin ningún tipo de escrúpulos y menos aún vergüenza ajena, suele soltar la tan socorrida chorrada de ¿Habéis visto cómo hace eso…? ¡Yo no he visto otro niño igual! En esos casos, que por desgracia no se dan pocas veces a mi alrededor, suelo dirigir mi inquisidora mirada a quien ha soltado tan gilipollesca frase para confirmar que, sin valorar el nivel del niño, el adulto en cuestión es un verdadero inepto como padre, profesor o lo que sea… ¡Y siempre creo acertar! Al llegar a la playa marcho a una terraza, pido un café en una terraza y leo el periódico. En él entrevistan a un atractivo chico de 31 años —dice que siempre le han llamado raro por estudiar y trabajar a la vez… y encima brillantemente—, con un futuro aparentemente espectacular consecuencia lógica del pasado que ya ha vivido. Analiza a sus compañeros de generación: «Nos acostumbran nuestros mayores a vivir una forma de vida que no es todavía la que nos hemos ganado por nosotros mismos» y, claro, eso no provoca sino frustración y dolor a medio y largo plazo. ¡Cuánto habría ganado la humanidad si Herodes, en lugar de fijar su atención en los recién nacidos, lo hubiese hecho en sus padres!