Cuando tú quieras, Maestro

Javier Caruda
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Cuando tú quieras, Maestro - Foto: Javier Caruda

Mis pies, aquellos que me llevaban ligero del Almudí a San Andrés, son casi una caricatura de lo que fueron. Acierto a dar unos pocos pasos sin miedo a trastabillarme, los que me permiten asomarme al balcón engalanado para contemplar el paso del cortejo pasionario. Prisionero de mi cuerpo, mi vida es el permanente recuerdo de lo que fui y de lo que hice. Atrás quedan aquellos primeros días en los que el tiempo se dividía en lo que ocurría antes y después del Domingo de Resurrección.

Éramos críos que jugábamos a ser adultos improvisando andas y pasos con una caja de fruta y una muñeca vieja, muy lejos de la carrera actual por tener la mejor réplica del paso procesional. Una lata del atún cuaresmal era rescatada instantes antes de ser engullida por el cubo de la basura, convirtiéndose en la caja anunciadora del paso de aquella procesión improvisada a la salida del colegio, una vez que concluía la lección de historia de D. Francisco. Entonces el tiempo se alargaba. La Cuaresma, huérfana prácticamente de cualquier otra actividad que no fuera litúrgica, era ciertamente aquella travesía del desierto nazareno hasta que una buena mañana el cerro de la Majestad se convertía en Calvario por obra y gracia de las tres cruces.

En Cuenca, el paso de la infancia a la adolescencia no se medía por el cambio del pantalón corto al pantalón largo, siempre se hizo cambiando la cruz de madera por la tulipa de cristal. Recuerdo la primera vez que, sin saberlo, me convertí en uno de aquellos históricos nazarenos de luz portando, con miedo por aquello de la rotura, la tulipa adquirida días antes en Chamón. Casi no tocaba el suelo con la esperanza de heredar, en un futuro más próximo que lejano, la tulipa paterna con su cristal labrado que viera aquellos desfiles de los cuarenta del siglo pasado donde había más voluntad y ganas que recursos. 

Aquellos desfiles en los que, orgullosos, caminábamos arropando a nuestra Sagrada Imagen, asumiendo como algo natural el frío, el calor, la duración… labraron a cincel en mi ánimo la impaciencia por ser los pies del Señor en la Cuenca nazarena de mi juventud. 

Hoy, que mis brazos ya menguan en su fuerza y casi no pueden con su propio peso, recuerdo el calor de una procesión En el Calvario, capa azul y capuz negro, en la que, firmes, levantaban por primera vez un estandarte. Saltaba del anonimato penitencial de la interminable fila a ser parte actora y necesaria de la puesta en escena, de la catequesis procesional por las calles que, silenciosas y austeras, eran el plató elegido para el recuerdo del Drama por excelencia. Si me esfuerzo, aún puedo sentir en mis agarrotadas manos el frío del metálico varal que se empeñaba en resbalarse entre los dedos de aquel chaval que, egoístamente, se sentía el centro del desfile sin darse cuenta de que, en realidad, era algo más importante, era un eslabón en la centenaria historia de una ciudad, de una sociedad que ha vivido, vive y vivirá por y para su Semana Santa.

Oigo a lo lejos el rítmico atronar de los tambores y el sonido de las heráldicas trompetas. Hoy, por más que lo intento, no consigo recordar el nombre de la banda que abre la cabecera y mira que lo he intentado. Pero a mis labios afloran los nombres de la Guardia Civil, la Famet, Pavía, Cuenca, Tarancón, Horcajo, Villamayor, Utiel… y tantos y tantos otros que han puesto banda sonora a mi vida. Prácticamente, casi no recuerdo quién soy, pero tarareo todos y cada uno de los acordes que llegan hasta mí desde la Trinidad y mi memoria me lleva hasta las infinitas tardes que pasé en el Almudí oyendo a hurtadillas los ensayos de la Banda. En aquellos años era la única manera de escuchar marchas procesionales antes del Viernes de Dolores. Algunos, los más avispados, llegábamos a grabar los ensayos para, después, escuchar aquella cinta Sony cientos y cientos de veces. Crecimos con Aguirre, Dorado, Font, López Calvo… trabajando la paciencia (o la impaciencia) hasta que mi hombro fue elegido. 

Fue un Jueves Santo de aquellos que relucen más que el sol. Para aquel chaval, hoy en el invierno de su vida, fue el momento, su momento. Un capataz que pide: «Échanos una mano» a lo que un «sí» firme y convencido da respuesta y sentido a lo que vino después, ser bancero para siempre, ser hombro que lleva el dolor humano de Dios hecho Cristo, ser llamado a trabajar por y para la Resurrección. Las fuerzas abandonaron hace mucho tiempo ya esta patria mía, pero cada primavera, cada Semana Santa, aún restaña mi hombro siempre que oigo el sereno golpe en las andas del capataz, cada momento en el que las túnicas se convierten en acompasado rumor confortando el Sagrado Misterio que porté sobre él.

Después vinieron muchos pasos, muchos banzos, muchos hermanos… pero nunca como aquella primera vez. No sabía que aquel sí, dado sin pensar, me haría abrir la puerta de la vida nazarena, de la vida hermandad, a la que he dedicado toda mi vida.

Me siento. Hasta mi balcón llega el aroma del incienso procesional que envuelve todo y a todos. Olor que se adentra en el hogar escondiéndose en armarios y cajones, que se pega a camisas, pantalones, sábanas… como si quisiera guardar en cada casa el recuerdo, la presencia de la hermandad. Y, en una mágica visión, a través de los barrotes, veo la tímida luz de los ciriales parroquiales. No sé si es martes o viernes. Hace mucho tiempo que eso dejó de tener importancia para mí. Pasa la banda, murmullo nazareno en forma de redoble amoroso sobre la caja. Echo una mirada a lo que ocurre en la calle y me encuentro con un río de tulipas organizado por una capa morada. Y vuelvo a recordar. A mi memoria vienen las tarde-noches frías e interminables de debate en Solera, antigua casa nazarena reflejo de la firmeza en la reconstrucción tras el desastre de aquel infausto 1936. 

Recuerdo las sillas pequeñas y la cerveza fresca, el humo del tabaco y el porrón de resoli, los cacahuetes y los bizcochos, las subastas, las discusiones, los acuerdos, los encuentros, la voluntad, el deseo de hacer de esta Semana Santa la más sincera y la amistad granjeada en horas y horas de trabajo para conseguirlo. Hoy me duele la ausencia de aquellos hombres con los que compartí todos esos momentos.

El silencio se hace más denso. Y ahí está. Es Él. Siempre Él. Como ayer. Como Hoy. Como siempre. Dejarle a Él fuera de la Semana Santa es un sinsentido propio de una cabeza quijotesca. Ante su presencia todo se calla. No hay música. Sólo Él. Y mis labios murmuran una oración improvisada en la que le digo que aquí estoy, con el mismo vigor de aquel chico que presentó orgulloso a sus padres el hombro ensangrentado por primera vez, para ir contigo, para vivir juntos la eternidad de una Semana Santa primaveral en la que contar a todos de qué manera la vivimos en Cuenca, el mimo con el que bordamos la piel nazarena de unos hombres y mujeres con los ojos bañados de lágrimas cada vez que te ven, un año más, cruzar el dintel parroquial, la amarga alegría que nos llena al ver cómo se cierran las puertas de San Andrés regalándonos otro año de trabajo silencioso para mayor gloria de tu Nombre, el consuelo que encontramos en Ti cada vez que llamas a tu presencia a uno de nuestros hermanos por más que queramos retenerlos junto a nosotros un ratito más. 

El paso se ha detenido junto a mi balcón. ¿Casualidad? No creo. Hoy, con el cuerpo castigado por la edad, con la tristeza del que no reconoce al que le ama permaneciendo a su lado, pero con el recuerdo diáfano y claro de una vida vivida por y para ti, Señor, con la serenidad del que se siente preparado, túnica blanca y fajín granate, me atrevo a cruzar tu mirada con la mía para decirte: Aquí estoy, cuando tú quieras, Maestro.