Acabamos de cerrar el viejo arcón familiar en el que descansarán, con ese aroma de nostalgia y esperanza tan extraño y tan nuestro, túnicas y capuces, cordones y rosarios durante casi un año, permitiéndonos lanzarnos a la revisión, a la crítica (la documentada y la cainita), a la propuesta con el fin, al menos, de que la primavera próxima nos regale una perfecta edición de los desfiles procesionales. Seguramente, si nos hubieran dicho hace poco más de una semana que de diez procesiones, nueve estarían en la calle y siete de una manera completa, hubiésemos firmado con los ojos cerrados. En esa revisión, necesaria y casi obligada, nos encontramos con esa forma de ser tan nuestra, tan conquense del siperosismo que nos lleva a potenciar los errores (que siempre los hay) en detrimento de lo bueno (que hubo y mucho). El adalid del siperosismo entiende las difíciles decisiones adoptadas por quienes tienen el poder y la responsabilidad de tomarlas, pero una vez conocidas (y a tiro pasado) hace alarde de esa frase tan nuestra del sí, pero... pontificando, ante quien le quiere oír, sobre lo que debería haberse decidido o las nefastas consecuencias de lo consensuado, desde la barrera del que está en una segunda o tercera fila.
Cierto es que todos militamos de alguna manera en las filas del siperosismo, de hecho, mis reflexiones suelen comulgar, con más frecuencia de la que quisiera, con tan arenosa forma de entender el quehacer diario. Sin ir más lejos, en esta semana de resaca de cera e incienso, nuestros munícipes nos presentan la programación relativa a la cita anual que esta ciudad tiene con el mundo de la página impresa, la Feria del libro Cuenca Lee. Más allá de la subjetiva valoración que cada uno podemos hacer de las diversas manifestaciones que nos rodean, creo que es todo un lujo poder disfrutar, en un mismo espacio (más o menos) de novedades, presentaciones, coloquios, charlas... que nos sirven de excusa para adquirir un nuevo ejemplar que pase a engrosar nuestra biblioteca. Enseguida surge la vena siperosista para reflexionar sobre la conveniencia (una vez más) de adecuar lo celebrado con su tiempo. Seguro que hay más de una razón, pero sorprende reducir a la mínima expresión la celebración del Día del Libro (les recuerdo que ayer fue 23 de abril), trasladando casi una semana el festejo de lo celebrado. Cierto es que todos los santos tienen octava, pero parece que nos estamos acostumbrando a celebrar cuando conviene y no cuando debe ser. ¿Ven? Un claro ejemplo de siperosismo.
En cualquier caso, creo que esta corriente encierra dos verdades. Por un lado, busca encontrar la fórmula para mejorar aquello que es objeto de su análisis y, por otro, muestra hasta qué punto desconocemos los entresijos de las gestiones. Claro, que para eso elegimos a nuestros munícipes, cada cuatro años, esperando que se cumpla aquello que escribió Cervantes «No hay libro tan malo que no tenga algo bueno». Seguro que alguno le diríamos a Don Miguel, sí, pero...