Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


De mamis

25/05/2021

Primera hora de la mañana de un sábado otoñal. Por delante teníamos una sesión maratoniana que dedicaríamos a abordar estrategias a aplicar, en un futuro quizá no demasiado lejano, en el aula. Los allí congregados aspiraban a conseguir, en los meses siguientes, plaza como profesores. Muchos eran muy jóvenes. Contando con poco más de 22 años y habiendo acabado su carrera pocos meses antes, soñaban con ponerse un día, frente a frente, ante alumnos a los que formar. Entre los otros, aquellos que contaban con algún que otro año más de edad, había algunos que ya llevaban tiempo dando clases, bien es cierto que con carácter interino. A unos y a otros yo les intentaba transmitir que uno de los objetivos fundamentales que debe perseguir un profesor, independientemente del grado de vocación que le embriague, es que en el aula reine la ilusión, la alegría, el optimismo y la pasión. Si uno no está emocionado, entusiasmado, contento… si no está motivado, ¿cómo va a conseguir ilusionar a nadie y menos a sus alumnos? Yo insistía en que ese reto debe ser, incluso, cuestión prioritaria sirviendo de índice claro de los niveles de inteligencia y supervivencia emocional que posee un docente. Los inexpertos me miraban entusiasmados mientras que en las caras de los, en alguna medida, ya conocedores de la vida docente, no brillaba la misma luz. Esta sesión iba sobre estrategias a aplicar para liderar al alumnado. El referente que indefectiblemente debe ser todo docente, obviamente para sus alumnos, ha de surgir del reconocimiento que de sus méritos hagan estos, no por imposición o autoafirmación del docente... les comentaba. En esto, una chica, muy joven pero ya con alguna experiencia en el aula, pidió la palabra. Tras indicar que era tutora de un grupo de niños de 6 años, de Primaria, nos contó lo vivido tan solo 48 horas antes. A media mañana del jueves se habían presentado en su aula, de repente y sin cita previa, dos madres; el colegio estaba en una localidad relativamente pequeña y permitía esa incómoda cercanía y confianza. Tras interrumpirla, se habían dirigido a ella informándole, así de incuestionable y tajantemente, de que las madres habían decidido que, a partir de ese día y a fin de que los niños no perdieran tiempo, la forma de encargar los deberes variaría. Así, siguiendo con el traslado de acuerdos adoptado por tan cualificado órgano colegiado de coordinación didáctica, integrado por las mamis, le informaron de que ella debía, a partir de esa misma mañana, escribir en la pizarra, a la derecha, los deberes que encargaría a sus alumnos. Luego, al final de la clase y por turno rotatorio, cada día entraría una madre, haría una foto a los deberes y, por Whatsapp, la mandaría al grupo homónimo que las matriarcas tenían creado al respecto. Anonadada, la chica se había ido a hablar con el director del colegio el cual le había dicho que no iba a hacer nada al respecto y que le recomendaba que no lo hiciera ella tampoco. En caso contrario, él no le arrendaría las ganancias a ella. Él llevaba en ese pueblo casi una década y, según decía, eso era de lo menos llamativo que allí había visto. Cuando lo contaba, los inexpertos la miraban con asombro, los ya colegas con conocimiento de causa y yo, con resignación, compartí mi no duda, sí resuelta, relativa a si los niños de hoy son más capaces o menos que los de antaño y las causas. Cuestión de sentido común. Seguidamente nos fuimos a tomar un café.