Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Graznidos

31/08/2021

Cada vez valoro más el silencio. Cada día trato con alguien que me hace añorar más todavía a admirado maestro, recientemente desaparecido, que proclamaba que cuando no hay nada que decir lo más acertado es permanecer callado. Yo suelo añadir que dicha actitud debe adoptarse, además, por razones de inteligencia básica. Pero eso es imposible; lo reconozco. Cómo voy a aspirar a que, quien suele hablar sin aportar nada, además de no abrir la boca sea inteligente. Qué tonterías se me ocurren. Desde pequeño he sentido una especial atracción por el mundo de la infancia. Por otra parte, los perros siempre me han apasionado. Sin embargo, a estas alturas de mi vida he de reconocer que cada vez son más los ambientes que, frecuentados por niños y canes, evito. En los tiempos actuales, muchos de los padres de los primeros, así como dueños de los segundos, suelen conseguir que el entorno en el que unos y otros se hacen presentes sea, en múltiples ocasiones, indigesto para mí. El egoísmo, rasgo de identidad cada vez más manifiestamente presente en el ser un humano y con en el que me cuesta coexistir, hace que los progenitores de los menores no velen por su bienestar ni por su futuro, sino porque aquellos les dediquen en el presente sonrisas y afectos que suelen ser incompatibles con una educación en la que una palabra, por encima de otras muchas, contribuye sobremanera a conseguirlo: NO, término del que muchos desconocen hasta como se escribe. Por otra parte, bastantes personas que conozco y que tienen un perro en casa lo hacen por exclusivo interés personal recluyendo al pobre animal a una vida carcelaria que nunca habría deseado de haber tenido él mismo la posibilidad de elegir. Y encima, los que sacan al perro a mear en la misma puerta de su casa, tras horas y horas de confinamiento selectivo —solo es para ellos, no para sus dueños—, se consideran unos inigualables defensores de los animales. Cuánta desfachatez y gilipollez tenemos que soportar. A este respecto hay dos soniquetes que, cada vez que hasta mi oído llegan, son como una taladradora que intentase atravesar mi cerebro con la más destructiva broca imaginable. Uno es el cencerreo que algunos niños emiten cuando lloran sin ganas, cuando emiten una machacona secuencia constante y creciente de berridos solamente propios de esos que imaginas que muy allá no llegarán. Sí, soy de esos que está plenamente convencido de que ya en un niño se intuye el tipo de futuro al que podrá aspirar al margen de que su familia tenga o no dinero. El otro que me desquicia es el que producen esos perros que normalmente no levantan un palmo del suelo, feísimos para más inri, y que con un ladrido que más bien parece el que intentaría hacer una gallina metida en su piel, desafían a su entorno hasta que un simple amago de patada, que él crea que puede llegarle por parte de aquel al que está intentando amedrentar, les hace callarse y correr acojonados en sentido contrario. Bueno, pues los berridos de los niños y los ridículos ladridos de estos perrillos no son nada molestos para mí comparados con los graznidos que sus madres o dueños, respectivamente, suelen emitir para, con muchos decibelios por encima, decirles mil y una veces que se callen. Es en esos momentos cuando, esté donde esté, me largo. Ni el niño ni el perro suelen enmudecer añadiéndose, sin embargo y con mucho mayor volumen, muestras evidentes de estupidez adulta y humana. Y uno ya no tiene necesidad de aguantar eso ni de discutir con cretinos.