Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Chicles

28/09/2021

Soy asocial. Antes lo intuía; ahora estoy convencido de ello. Escucho en la radio al responsable (presidente, coordinador, manager o yo qué sé) de la asociación, o algo así, de fabricantes de chicles en España. ¡Vaya carguitos tenemos por aquí! El señor, arrimando el ascua a su sardina, dice que ha bajado un 40 % la venta de esas golosinas. Basa las razones de tal situación en que el aludido producto es un elemento de socialización de primera magnitud y que, como la vida social ha bajado tanto en los últimos tiempos, ellos han experimentado pérdidas millonarias. Miro hacia mis adentros y no encuentro sino un choque de sensaciones. Me viene a la cabeza el recuerdo de las veces que de niño me dijeron que jamás me tragase un chicle pues se me pegarían las tripas. Fiel a mis mayores, jamás lo hice hasta que una vez me encontré de bruces con un profesor que aborrecía ver a gente comerlos. Inmediatamente me lo tragué y las pasé canutas durante un par de días pensando que me estaba muriendo. Fue por entonces cuando hice mía la idea de mi profesor relativa a que tener ese hábito precisamente no abría puertas, o al menos no de calidad social contrastada, que fuesen a catapultar a nadie hacia ningún sitio salvo, quizá, a ciertos niveles de ordinariez. Hace mucho que compro los paquetes de chicles, por cierto de menta súper fuerte, de diez en diez, y que mordisqueo infinidad de ellos pero solamente cuando voy conduciendo. Lo hago a modo de improvisado cepillo de dientes, así como para estimular y mantener ágiles las mandíbulas, aunque no sé si eso es bueno o malo. Pero si he de salir del coche repentinamente, aunque sea para repostar carburante, un anhelo de supervivencia social me invade y me lo trago instintivamente antes de que alguien pueda llegar a estar a menos de veinte metros de mí. Puestos a confesar diré que, relacionado con este asunto, tengo desde hace años un reto en mi vida que no consigo alcanzar. Al margen de dimes y diretes, de normas de protocolo o costumbres sociales, ver a alguien mover arriba y abajo las mandíbulas, contemplar su boca abierta mientras los come o avistar cómo hace globitos, me desconcentra, descoloca y pone nervioso. Creo que, por simpatía, al ver dientes o carrillos ajenos subir y bajar, mis neuronas se descontrolan y soy incapaz de centrarme en lo que estoy diciendo. En clase no hay problema; digo a mis alumnos que ahí no se come (da igual que sean bocadillos, chicles o uñas de los pies) y el tema queda zanjado. Pero ¿y en conferencias, cursos a profesores o debates públicos? Ese es otro cantar. ¿Cómo decirle a alguien que asiste a un acto cultural o social de cierto nivel que eso de hacer bailar constantemente los mofletes no le va a aportar, por mucho que él lo crea, nada positivo sino más bien lo contrario? Y ello al margen de las valoraciones que sobre él y su personalidad, de manera incontrolable, cualquiera llegue a formular. Es en esos momentos cuando miro al interfecto, contemplándolo a modo de mensajero divino que me llega, desde realidades inconmensurables para mí, a fin de sacarme de mi limitación social al ser yo incapaz hasta de dirigirle la mirada, y doy gracias al gobierno por tan generoso gesto. Algo tendrá que ver en ello; seguro. Y es que, además de asocial soy limitado. Pero nada, que no consigo superar mi tope. Es entonces cuando pienso seriamente en que quizá mi futuro deba estar vinculado a la vida ascética.