Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


El 'enterrador'

24/11/2020

El nombre del personajillo sale a relucir en una conversación. El amigo con el que charlo me lo aclara pues, pasados muchos años desde la última vez que vi al interfecto en cuestión, nunca sé a ciencia cierta si me estoy refiriendo a él por su verdadero nombre o por otro que se le parece. Lo significativo es que siempre me equivoco. Y no es extraño pues, desde hace mucho, lo asocio con un sobrenombre con el que lo sentenció ya de por vida otro de mis amigos: mediohombre. No sé bien de donde le viene el apelativo en cuestión pero, hasta donde le conozco, no encuentro razones sexuales, físicas ni palpablemente visuales que lo justifiquen… o quizás sí. Sospecho que se lo atribuyó debido a la falta de coraje, valentía, y por tanto también honestidad, que pone de manifiesto una simple y rápida —hasta donde recuerdo, el sujeto no da para más— conversación que se mantenga con él. Anodino y de perfil ínfimo, el triste —así se refiere a él otra de mis amistades— es un donnadie que llegó de rebote hasta donde ahora se encuentra. Y ello fruto de una de esas pedreas con que la vida premia por sorpresa y en ocasiones a algunos, habitualmente a los menos preparados, sin ni tan siquiera haber comprado el mindundi en cuestión boleto o papeleta para el sorteo que le premió. Mientras, otros más preparados —cualificados, estos sí, sin más— están a verlas venir. Su pusilanimidad y encogimiento, fundamentalmente emocional y actitudinal, fue el que le llevó, hace ya varias añadas y sorprendentemente, a ser escogido para cavar una tumba, rematar a un vivo muy vivo, meterlo en un ataúd y enterrarlo. Lo llamativo es que este aficionado a enterrador —con ese alias ha pasado igualmente a formar parte de mi pequeña crónica vital— se metió también dentro del féretro. Y no por solidaridad, sino por ignorancia y estupidez. ¿Cabe mayor despropósito? Pues el tío tan risueño. Me da pena, aunque más me la dan sus alumnos, esos que, aunque pasen cien años, no sé si recordarán su nombre pero posiblemente tampoco sello alguno de nada transmitido por él. Quien no deja de ser una pegatina pegada a la suela de zapatos ajenos no puede, ni debería, asumir responsabilidad alguna encaminada a nada y menos a educar a nadie, ni tan siquiera a su propio perro.