Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Tragaderas

13/07/2021

Confieso que soy cotilla convencido y, de manera irremediable, en estado creciente. Me entusiasma profundizar en el conocimiento de personas que pasan por mi vida aunque sea puntual u ocasionalmente. Hay algo que me impide actuar, aunque quisiese, en contra de mi ser. Declaro igualmente que no me importa en absoluto con quien se acuesta cada cual, a qué dedica su tiempo o de qué presume. Bueno, ciertamente esto último sí que tiene algún punto de conexión con las curiosidades que llaman mi atención. A ver. Soy un enamorado de la palabra y, más aún, de la comunicación en general. Por supuesto que hago mía esa sentencia en orden a la cual para conocer a una persona basta oírla hablar. No obstante, aderezo esa creencia con el análisis de sus gestos y movimientos. Estos dan mucha más información que la que sale de sus bocas. Todo influye: si miran a los ojos, si alzan la barbilla, si señalan con el dedo, si caminan como si fuesen a caballo pero sin equino debajo, si se dirigen a ti con gafas de sol bajo techo, etc. Cierto es, volviendo a lo anterior, que cuando escucho a alguien que tutea a la primera de cambio, acorta en plan cursi la manera de tratar a su entorno —ma, pa, Ro,…—, manda mensajes contundentes con palabras sencillas, te llama cariño sin conocerte de nada o se dirige a ti con modos y costumbres que para los más doctorados mentecatos son propios de épocas pasadas, ya me formo una idea de la persona que tengo delante. En esos momentos, inmediatamente mi cabeza empieza a mandarme mensajes que, quiera yo o no, me dan información en torno a si la persona que tengo delante es, con la lógica prudencia debida, sincera, fanfarrona, tímida, vanidosa, bocazas, inteligente, competente, prudente o impulsiva. Reconozco que cada vez más me sorprende el hecho de que algunos que carecen de la más mínima capacidad de autocrítica o de reinvención sean capaces, sin embargo y ante terceras personas, de mostrarse, no como son en realidad sino tal y como desean ser vistos. Hace lustros que tengo declarada la guerra a los hipócritas, al tiempo que les dono con afecto y condescendencia las mayores dosis de pena que soy capaz de dispensar. No pueden sino recurrir a esas artimañas a fin de no perder el supuesto crédito concedido por aquellos a los que ven de Pascuas a Ramos, esos que si son una miaja observadores pronto llegan a la conclusión de que tras tanto artificio, exhibición de bondad o derroche de amabilidad no puede haber sino traumas que llevan a intentar ocultar la verdadera personalidad. Suelo decir que estas personas solamente tienen dos opciones en la vida llegado el momento de tratar algún tema: morder o morderse la lengua. Bueno, hay una tercera con diversas modalidades: sacar al perro, ir a comprar tabaco, marchar a hacer pis e incluso pos. Estos pobres lo pasan mal pues, incapaces de argumentar sus ideas, no buscan sino que sean asumidos por los demás como inapelables acusando, a los que no opinan como ellos, precisamente de intransigentes. ¡Tiene cataplines la cosa! Pero bueno, a su favor tienen, cuando tratan conmigo, esa lástima que me provocan y que me frena. Pero hay otros, estos farrucos, engreídos, prepotentes y ante todo mediocres, sobre humanamente, que te hablan como si ellos fueran ministros —¡vaya ejemplo que sin pensarlo me ha salido… pero bueno, ya no lo cambio!— y tú el tonto del pueblo. Y es en ese momento cuando emerger ese yo mío que ya no tiene tragaderas para aguantas gilipollas ni gilipolleces.