Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Haraganes

07/09/2021

En una de mis etapas como profesor universitario me tocó dar clase a alumnos de magisterio. Entonces mi aula estaba en el mismo edificio que el colegio al que iban mis hijas que, a su vez, era aquel en el que yo había estudiado EGB. Dicho colegio, a pesar de tener su propio nombre, Fray Luis de León, era conocido como La Aneja, uno de aquellos que tiempo atrás estuvieron asociados a lo que llamaban las Escuelas Normales. En ellos, los futuros maestros hacían sus prácticas al tiempo que, oficialmente, la crème de la crème de los maestros era la encargada de dar clase regularmente, no haciéndolo cualquiera, precisamente. De ello doy fe por mi condición de antiguo alumno del mismo en el comienzo del último tercio del siglo XX. El caso es que cuando yo fui profesor de magisterio ya no quedaba ni rastro de aquel estatus especial del que había gozado La Aneja. Posiblemente algún politiquillo, sin mucha capacidad intelectual y menor aún de trabajo, debió pensar que eso era propio de la época de Franco, a pesar de que su existencia se remontaba a comienzos del siglo XX, y fulminó tal planteamiento. Y en relación a las prácticas, los futuros docentes ya no tenían que hacerlas en un colegio concreto sino que podían realizarlas en cualquiera, lo que sin embargo sí que fue, a mi modo de ver, un avance importante. El caso es que un no relevante porcentaje de mis alumnos, de esos que aspiraban a ser un día maestros de infantil o primaria, no acreditaba especiales dotes culturales ni pedagógicas, confesando que tampoco había especial motivación para un día ponerse ante un buen puñado de niños y darles clase. Es por ello que esa minoría, que yo estaba convencido de que acabaría la carrera igualmente, no se esforzaba lo más mínimo, ya no solamente en formarse sino ni tan siquiera en disimular su ignorancia y falta de capacidad e ilusión. Recuerdo a alguno que para un trabajo copió textualmente un libro utilizando un vocabulario propio de catedráticos universitarios. Otros me entregaban análisis o comentarios con tal cúmulo de problemas de expresión, ortografía, etc. que en mis tiempos en La Aneja jamás habrían aprobado Lengua de 6º de EGB. El caso es que, medio en broma medio en serio, yo les decía que gozarían de mi benevolencia a la hora de calificarles siempre que me prometiesen que, llegado el momento de hacer sus prácticas, bajo ningún punto de vista las realizarían en La Aneja de forma que al menos mis hijas estuviesen libres de tan singulares modelos y referentes formativos como representaban. Ellos se reían; yo lloraba. Y de eso hace 20 años y no estaban vigentes las leyes que ahora tenemos ni, menos aún, las que se vislumbran en el horizonte. Que Dios nos pille confesados, como diría mi abuela, con lo que podrá darse cuando finalmente los ignorantes y haraganes que dirigen las riendas de la carreta en la que viaja el mundo educativo consigan que negro sobre blanco se garantice que las nuevas generaciones no sean, bajo ningún punto de vista, más competentes ni competitivas que las actuales. Sin embargo, mi mayor preocupación no es esa. Unos cuantos pueden legislar pero luego en cada aula hay un ministro de educación que es el que, a fin de cuentas, enseña. El problema es que muchos docentes, y desde hace ya demasiados años, adoptaron como propias ciertas filosofías educativas encaminadas no a formar para el futuro sino a pasar el rato presente lo mejor posible… Y así nos luce el pelo como sociedad.