Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Anormalidades

06/04/2021

Estos tiempos nos han convencido de que, prácticamente cualquier situación que ahora se nos pase por la cabeza, por extraña que pueda parecer, podrá verse hecha realidad a la vuelta de días, semanas o simplemente un simple Consejo de ministros. Y ello, a pesar de que hasta hace tan solo unos meses fuese materia de inspiración reservada para realizadores cinematográficos apocalípticos o escritores catastrofistas. La imaginación tenía ese poder. Ahora, en virtud de ese imparable proceso de democratización que reivindica entrometerse en cualquier aspecto de nuestras vidas, simplemente es patrimonio de la cultura popular, contrastada y corroborada por todos… y todas, claro. Basta que ocurra algo inesperado por los científicos o técnicos más sesudos para que, sin embargo, los más profanos en la materia no tarden en afirmar urbi et orbe, a voz en grito: eso yo ya lo sabía. Y todo ello en virtud de una de esas múltiples cátedras en mediocridad alcanzadas por algunos, sin mucha competencia y en lícito concurso de méritos, en su particular y autodenominada Universidad de la vida y, por supuesto, bajo su propio rectorado. Confieso, ruborizado y abochornado, que con la desaparición, hace meses, de toda actividad cultural, pensé que, cuando llegase el momento de regresar a conciertos o teatros, conocería nuevas páginas de un perspicaz y flamante protocolo que imperaría en ellos. Así, llegado ese momento, he constatado el establecimiento de nuevas costumbres. De esta manera, el uso de la mascarilla se ha institucionalizado de diversas maneras dependiendo del tipo de obra a interpretar o representar. Advierto formas nuevas de felicitarse o saludarse entre músicos, dramaturgos, técnicos, actores y público. Nos hemos acostumbrado al uso de mamparas, aunque a veces no, dependiendo de quién, dónde o qué se interprete. Reconozco todavía ciertos niveles de ignorancia al descubrir aleatoriedad o improvisación para aplicar ciertas medidas. Me queda la esperanza de que pronto, mentes ociosas y necesitadas de ejercer controles y supervisiones enfermizas sobre todo y todos, regulen, mediante Real decreto, hacia donde respirar, en qué compás hacerlo, a cuantos centímetros poner el violín o el vibráfono de la rodilla del director de orquesta y si procederá tocar música con fusas o semifusas evitando así atentar contra la nueva normalidad. ¡Qué bien vendría que los compositores actuales fuesen adelantándose en el empleo, en sus futuras nuevas creaciones, de máximas, longas y cuadradas, en lugar de tanta corchea y semicorchea! Todo sea por hacer posible que el estado de libertad y derecho a la manifestación de los aerosoles quede, en este caso sí, conculcado. Menos mal que el público, lejos de darse por aludido, es fiel a sus principios. Tal y como siempre ocurrió, sentarse en una butaca hoy implica disponerse a disfrutar, durante el espectáculo, del enterado que no para de susurrar a la acompañante cabales reflexiones sincrónicas, de la boba que pela caramelos oyéndosele, durante interminables segundos, más que a todos los músicos juntos, de la grillada que, tras sonarle el móvil y llamarle ligeramente la atención su marido, descarga toda su rabia en él como si le hubiese sonado a él y no a ella, de los irrespetuosos que llegan 5 minutos tarde y entran en la sala como un elefante en una cacharrería, de los insensatos que asisten con un niño de 5 o 6 años que a los 5 minutos ya quiere marcharse, de los jubilados que cambian la cafetería donde suelen juntarse por el patio de butacas manteniendo allí sus tertulias… ¡Mismas faltas de respeto en una nueva realidad! Mucho cambia, sí, pero lamentablemente no todo.