Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


8º de EGB

15/06/2021

A mi juicio, uno debe tener claras las ideas en relación a lo que sea (repostería, cine, música, política o fútbol) para luego, solo si procede, transmitirlas, por escrito o verbalmente, pero siempre de manera sincera y respetuosa. Pero suele darse el caso de que es a partir de ese primer momento cuando surgen las dificultades. Vayamos por partes. Muchas veces uno opina blanco o negro simplemente por tradición familiar, porque un día oyó algo que le impactó, a causa de que esa opinión va acompañando a determinadas siglas, por haberla escuchado a alguien con unos ojos cegadores o por simple reacción ante postulados de personas a las que no traga. En esos casos, ni se suele tener base argumental propia ni tan siquiera opinión propiamente dicha. Uno se arrima, por azar o casualidad, a un discurso y arreando; caiga quien caiga. Luego viene la segunda fase. ¿Compartir las opiniones? Quien tiene argumentos sólidos no siente reparo en hacerlo; quien maneja datos o informes contrastados, tampoco; quien sabe que, además, sus palabras siempre serán respetuosas y que la asertividad será su máxima, no teme hacerlo. ¿Quién no actúa así? En ocasiones el indocumentado que, sin argumentos de calibre alguno, asienta la defensa de sus ideas en la supuesta superioridad moral que se autoatribuye o con la que embadurna sus ideas, aunque ni él mismo conozca detalles de las mismas. Calla, por otra parte, quien es consciente de lo endeble de sus argumentos y teme ser vapuleado por un interlocutor al que no puede amedrentar, coaccionar o manipular, aunque sí lo haga con esos otros pacientes oyentes que suele tener a sus pies en entornos cercanos emocionalmente. Además, los hay que, haciendo alarde de una prudencia y educación exquisitas, no quieren batallar contra personas de las que le importa más el nexo humano que les une que las discrepancias que les separan. Casos y perfiles hay muchos y variopintos, para dar y tomar, vamos. También se apunta a esta tarea el imprudente sin ideas, el vanidoso con afán de notoriedad o el mediocre que busca su minuto de gloria. Basta abrir los ojos y observar. De todos, el perfil que menos aguanto, opine lo que opine, es el de aquel cuyo argumento o análisis de hechos no depende en sí mismo de lo acontecido u opinado, sino de a quien se lo quiera trasladar. Cuando se tiene estómago para opinar blanco ante Pepo, negro ante Pepa y callarse para no mojarse ante Pepe, ese quedabien o hipócrita se suele dibujar ante mí como algo cercano a la escoria. Ni sabe ni huele, diría mi abuela. Sencillamente es endeble, egoísta y lo que le interesa es que todos tengan de él una buena imagen, aunque tarde o temprano vaya a quedar mal con todos o, peor aun, vaya a ser irrelevante. Pero hay otro perfil que me produce risa. Se trata del que, teniendo verdaderas limitaciones culturales, por mucha titulación o formación que acredite, considera que un mensaje tiene más calidad si se usan palabras rimbombantes no al uso, expresiones latinas o se alude a normas que entiende de raspadillo y que causan asombro en quienes sí que de verdad saben de qué van. De hecho, ¿cuántas películas o series españolas no hemos visto en las que el guionista perfila a personajes histriónicos dotando sus intervenciones de engolamientos y frases redichas? Estos personajillos, hablando de esa manera, se creen premios nacionales de literatura. Mientras, quienes los escuchan, habiendo estudiado simplemente un 8º de EGB normalito, experimentan sonrojo ajeno… y carcajadas… y pena.
 

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