Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


El circo

01/09/2020

Hace unos días fui al circo. Adelantaré, para tranquilidad de justicieros de barrio, castigadores sociales o supremacistas morales que allí no vi osos, ni leones, ni tan siquiera elefantes o monos. Hacía años que no entraba en uno. Mis hijas ya son mayores y yo, triste de mí, asociaba esa manera de disfrutar casi exclusivamente con infancia, payasos, algodón dulce o tiempos de Maricastaña. Estando de vacaciones vi uno en los alrededores y desde el primer momento me sentí llamado a ir. Finalmente superé las excusas que solo dentro de mí me animaban a dejarlo para otra ocasión y una noche me presenté allí. Desde el minuto uno disfruté; desde el primer momento admiré, como tantas veces ocurrió hace años, lo que para una gente, con una forma de vivir muy diferente a la nuestra, representa el trabajo, la convivencia, la imaginación, la superación personal, el reto de provocar risas o la conveniencia de poner buena cara ante borrascas repentinas. Reconozco que, inicialmente, uno de los acicates fundamentales que me empujó a ir fue el de, con mi mínima aportación económica o mi simple presencia, contribuir míseramente a que algo de siempre no se perdiese y a que ellos mismos encontrasen más razones para seguir siendo fieles custodios de una tradición secular. Al poco de llegar confirmé que el que realmente debía estar agradecido era yo. Un espectáculo vivo y de calidad, unas personas multidisciplinares o una permanente sensación de optimismo ante la adversidad me hicieron, una vez más, creer en las personas. El mero hecho de ver en escena a una niña de no más de 8 años, no trabajando de manera propiamente dicha sino compartiendo conmigo su pasión por ser única, por mostrar lo que realmente le gusta y le provoca una indescriptible satisfacción, me confirmó que el circo ha vuelto a mi vida, a la de ese eterno niño que soy y que quiero seguir siendo.